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¿Españoles sin derecho de participación política?

Pablo Casado pidió que le permitieran continuar siendo presidente del partido hasta el Congreso extraordinario de principios de abril. Argumentó que así cesaría en un Congreso, igual que en un Congreso había sido elegido, y añadió motivos de dignidad personal. También pidió que le permitieran ir a Bruselas a despedirse como presidente del partido homólogo europeo. Pero los motivos de dignidad personal no parece que estuvieran bien fundamentados. Porque le faltó tiempo para repetir la entrevista de la COPE que le costó su carrera política, y unirse a las críticas del partido europeo al pacto con Vox en Castilla y León; un pacto que Casado había apoyado cuando todavía era presidente efectivo. Y unas elecciones, hay que recordarlo, que su secretario general, felizmente dimitido, había urdido para intentar igualar los resultados madrileños de su odiada Ayuso, a la que Casado intentó destruir en la COPE. La dignidad y la lealtad son exigibles a cualquier ciudadano, pero mucho más a un dirigente de un partido respecto a su partido y sus compañeros.

Cada vez se hace más evidente el inmenso error que cometieron los populares eligiendo presidente a Casado; y cada vez se impone recordar que fue elegido gracias al disparatado sistema electoral inventado por Mariano Rajoy, con una segunda vuelta entre los dos primeros de una vuelta preliminar. Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez fueron elegidos por unos pocos votos en una vuelta única ante José Bono y Susana Díaz. Por el contrario, Casado quedó segundo ante Soraya Sáez de Santamaría en la vuelta preliminar, y fue elegido gracias a su alianza antinatural con Dolores de Cospedal, la tercera -y eliminada- candidata en esa vuelta preliminar.

Pero más allá de las cuitas populares y de la herencia envenenada que Núñez Feijóo tendrá que gestionar, se impone plantear una cuestión crucial que, a buen seguro, será más que importante en la futura política española y en sus futuros procesos electorales. No se entiende por qué se puede pactar con los comunistas -protagonistas de dictaduras miserables allá en donde han gobernado o gobiernan-, con los sucesores de ETA o con los independentistas antisistema perseguidores de todo lo español, y no solo del idioma; y no se puede pactar con Vox, al que se califica de ultraderecha, cualquier cosa que eso signifique. Porque Vox no está en la política gracias a un golpe de Estado, sino a los votos de los españoles. En las últimas elecciones generales obtuvo más de tres millones y medio de votos (más de un 15% del sufragio válido) y 52 escaños en el Congreso, lo que le convierte en el tercer partido español y el segundo de la oposición -está por ver si el primero-. Y sus resultados en Castilla y León le acercan al 20% del sufragio válido que le están dando las encuestas, bastante más que a los comunistas, etarras e independentistas de Sánchez.

Nos guste o no, cuando se demoniza a Vox se está demonizando a casi cuatro millones de españoles, que son sus electores, y a esos electores se les está negando su derecho fundamental de participación política que les concede la Constitución, un derecho fundamental que caracteriza a una democracia y que está en la base de los demás derechos fundamentales y libertades públicas. Conviene no olvidarlo.

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