Entre abril de 1992 y diciembre de 1995 Bosnia-Herzegovina fue el escenario de un conflicto que acabó con cien mil muertos y más de dos millones de desplazados. Como suele pasar con las guerras que egoísta y equivocadamente percibimos ajenas, ocurrió ante la mirada sorprendida, curiosa e ignorante de la comunidad internacional. Rara vez conocemos el trasfondo de las contiendas, acampamos en lo epidérmico, fotografiamos a las personas sin detenernos en ellas, sin profundizar, porque si lo hiciéramos, si nos implicáramos, si buceáramos en el dolor, los desgarros, las pérdidas, los abusos y la barbarie que una invasión trae consigo, al acabar el telediario no podríamos poner una película, irnos a cenar o salir de copas. Nos duele la guerra, pero evitamos que nos afecte o ahogue, no vaya a ser que nos empeore los días o debilite el ánimo, qué decir ahora que, con la pandemia, hemos descubierto que cualquier cosa que pase en cualquier parte del mundo puede acabar jodiéndonos otra vez la vida. Solo descendiendo al infierno de las historias personales o familiares, a los demonios que las guerras engendran, podemos acercarnos, siquiera un poco, al drama de la violencia ejercida sin límite alguno sobre millones de personas obligadas a huir, perder, rendirse, sobrevivir o morir. Marc Casals cuenta en sus historias de Bosnia-Herzegovina -La piedra permanece, lo tituló- cómo la guerra enterró o cambió la vida de bosnios musulmanes, de origen serbio, croata, montenegrino, judíos o descendientes de turcos, vecinos, hijos, colegas, padres o amigos a los que la guerra sepultó o, en su caso, arrebató la vida que tenían, condenándolos a conformarse con tener recuerdos de vida. A los europeos se nos dan mejor las guerras ajenas que las propias. Cuando estallan en la puerta de casa la realidad nos desnuda, y retrata, poniendo de relieve la extrema fragilidad e hipocresía de estas potencias decadentes, sin líderes, sin solvencia. Ucrania pone a la Unión Europea delante del espejo, y la imagen que le devuelve es la de un actor entumecido del nuevo desorden internacional. El conflicto de siglos que los ucranianos llevan en la mochila vive estos días el penúltimo capítulo, el episodio que destrozará a una generación, matándolos, desplazándolos, marcándolos, arrebatándoles la vida que tenían, dejándolos con los retales de lo que fue, obligándolos a huir con recuerdos de vida, a refugiarse en países que nunca volverá a ser el suyo.