Tuvo que ser muy elegante Nueva York a finales del siglo XIX, con la llegada de las nuevas familias ricas a la ciudad, triunfadores del ferrocarril, banqueros con legítimas aspiraciones, chocando frontalmente con las ya establecidas, educadas y tradicionales. Estoy viendo una serie que lo cuenta y me he enganchado. Esa época de N.Y. no la había estudiado, sí la llegada de los holandeses, los veinte, los cuarenta, los italianos, los chinos, los ochenta, el final del siglo XX, todo esto sí. Cada edificio de la Gran Manzana tiene una historia y podrían contarse miles de ellas, todas interesantes. Nueva York siempre será para mí una caja de sorpresas, lo reflejo en esas Memorias ligeras que acabo de escribir. Una vez llevé a mi hija mayor al Waldorf Astoria. Nos dieron una suite enorme y decadente y mi hija, nada más entrar, me dijo: “Papi, ¿tenemos dinero para pagar esto?”. La tranquilicé, porque sí lo teníamos y disfrutamos de una estupenda estancia en el hotel, tan emblemático, de la gran ciudad. Pero confieso que me hubiera gustado estudiar por un agujero de la Historia el Nueva York de finales del XIX, cercana todavía la guerra de secesión (1861-65) y tristemente en pie, aunque menos que en el sur, las grandes humillaciones a la población negra, que entraba la última a los trenes y viajaba en la parte trasera de los tranvías. Una injusticia que sólo el tiempo reparó, eliminando los guetos e igualando en derechos a la población. Una época apasionante y cruel en la historia de los Estados Unidos, con nuevos diseños urbanos, nacimiento de grandes fortunas, construcción de los primeros rascacielos y un desarrollo industrial enorme, a fuerza de sudor y de lágrimas. Y de sangre, para copiar a Churchill; y a Manuel Machado, en su poema a Castilla, con el polvo, sudor y hierro entre los que cabalgaba el Cid y los doce que le acompañaban. Lo siento, se me fue el baifo.