He sobrevivido a los efectos sicológicos de la pandemia, y a la propia enfermedad, gracias al fútbol. Yo no sé qué haría si el fútbol no existiera, porque para mí no se juega un deporte más cautivador, ni emocionante, ni incierto que el balompié. A mí, por ejemplo, me caen bien los ingleses porque inventaron el fútbol y admiro la música de Rod Stewart porque el viejo rockero es un loco del fútbol y del Celtic de Glasgow. Y he tenido la suerte de ver jugar a Di Stéfano. Y me enamoré del Real Madrid, como se enamoraron mi padre y mi abuelo. Y hasta he escrito un libro vacilándome del F.C. Barcelona (Todos los magos son del Barça), que para mí es un club menor al lado del mejor club del siglo XX, elegido como tal el 11 de diciembre de 2000 por la FIFA. El martes volví a vibrar en un partido de fútbol viendo (por TV) el City-Real Madrid, una eliminatoria que el Madrid dejó viva tres veces. No quiero decir nada más, en mi condición de mal pronosticador de fútbol. Veremos lo que ocurre en Madrid. Pero para mí el fútbol es una vía de escape fantástica, mi entretenimiento semanal, mi pasión; como lo es la lectura. Así que en estos años de refugio doméstico obligado por una pandemia asesina, el fútbol ha seguido entreteniendo, en muchas ocasiones sin público en los estadios, lo que ha añadido tristeza a la disputa. Pero al menos ha existido esa disputa. Esta semana es una semana de fútbol, porque no sólo el Madrid, sino el equipo de los hermanos Roig (Mercadona y Pamesa), el Villarreal, también ha disputado la primera semifinal, ante el Liverpool británico. Y el sábado puede decidirse la Liga, aunque huiré, como digo, de los pronósticos porque yo creo que soy medio gafe. En fin, que viva el fútbol, que ha sido una bendición en estos años tan tristes.