Como casi todo el mundo, estoy siguiendo en Netflix una interminable serie colombiana (92 capítulos), titulada Café con aroma de mujer. Es un remake, creo, de otra de los 90. La serie constituye una notable exhibición de falta de neuronas de los personajes, como lo revela un detalle. La protagonista, que se llama Teresa Suárez pero la conocen por La Gaviota, es una recolectora de café que canta rancheras y enamora al hijo de patrón, un guaperas llamado en la ficción Sebastián Vallejo. El guaperas hace el papel de idiota, porque ya dijo alguien que un hombre enamorado es un hombre vencido. Para determinar el escaso nivel intelectual de la pieza no hay más que decir que La Gaviotica -así la llama su madre, Carmenza, a la que no se le entiende absolutamente nada- hace un viaje hasta Nueva York desde un pueblo cafetero de Colombia, en busca de Sebastián el guaperas, porque es incapaz de encontrar su número de teléfono, para contarle que está preñada. En la serie, casi todos los personajes son malísimos de cojones. Malos o bobos. Una tal Lucía, que droga al guaperas para hacerle creer que ha tenido una hija suya; un hijo que mata al padre a disgustos -Iván-; otro hampón que soborna a todo el mundo -Carlos Mario-; un estafador basto -Tejeiros- que hace de andaluz desabrido y se liga a Paula, la más buenorra de la familia Vallejo; esposas que cornean a sus maridos –allí a los cuernos los llaman cachos-; un capataz que se pasa por la piedra a media plantación; y una mamá Vallejo, que es una vieja insoportable y controladora, con menos dedos de frente que la propia Gaviotica, a la que odia. No falta el hijo mariquita. Y también aparece Salinas, un ingeniero bobalicón, con escasa fortuna ya que también se ha enamorado de La Gaviota, que no suelta al otro. Con todos estos elementos, y con algunos más, nace un atractivo bodrio que está triunfando.