después del paréntesis

Las enmiendas del oficio

La historia queda tal cual me la contó mi desaparecido amigo Rafael Humberto Moreno-Durán. A principios de los años 60 llegó a las manos de Carlos Barral el manuscrito de una novela sorprendente. El título era y resultó ser La ciudad y los perros. Tal fue la conmoción que Barral quiso conocer al joven que había compuesto semejantes páginas. Voló hasta Lima para encontrarse con él. Quedaron en un lugar cerca del Malecón Paul Harris. En el restaurante elegido para comer hablaron de la composición del relato, de la fuerza, de los personajes, del sentido de la violencia… Don Carlos pidió una ginebra y luego dos. Mario Vargas Llosa demandó un vaso de leche. ¿Qué ocurre?, dijo Rafael Humberto que se preguntó el editor. Nada en especial: un escritor en el uso del oficio no puede beber, porque la bebida atrofia. Hacia las tres de la tarde Carlos Barral ya soportaba una lógica pesadez por el alcohol ingerido. Pero seguía en animada charla a causa del original que inauguró el Boom de la novela hispanoamericana. Hacia las tres y media, Mario Vargas Llosa le comunicó a su interlocutor que a las cuatro habría de retirarse irremisiblemente a su estudio. El editor más perseguido de la época en el mundo hispano, volvió a sumar sorpresa ante semejante actitud. Vargas Llosa le propuso que lo acompañara a su despacho, así descansaría en el sofá que allí existía. Aceptó. Entraron, Carlos Barral se recostó en el diván y Mario Vargas Llosa se colocó en el pupitre de trabajo ante la máquina de escribir. Se oyó el sonido de las teclas contra los folios del carro, el golpeteo persistente y regular que lo ayudó a dormitar. Entre la modorra, Carlos Barral escuchó el sonido de un timbre, una mano que accionó el pomo de la cerradura y la voz del joven novelista que protestó: “¿mujer, no sabes que a estas horas yo trabajo?”. Carlos Barral creyó vivir una escena perversa. Más tarde percibió movimientos ligeros de ropa, prendas finísimas caer al suelo y unos zapatos femeninos que rodaron por el piso. La máquina dejó de sonar y Carlos Barral esperó con el corazón en un puño. Y entonces lo entendió: “¿Qué haces tú desnuda así?”. Los golpes de las teclas sobre el papel no se interrumpieron. En aquel momento Carlos Barral durmió profundamente preso del conspicuo concierto. El joven Mario Vargas Llosa terminó su jornada de trabajo y volvieron a hablar y más hablar. La ciudad y los perros ya quedaba lejos. Lo que resonaba en el lugar era la escritura y los convenios del porvenir.

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