N o hay que comparar lo incomparable. Y odio demasiado la forma en que el Kremlin habla de la nazificación de Ucrania o cómo instrumentaliza la Shoah como para arriesgarme a entrar en esa línea discursiva. Pero la Historia nos ha dado varias lecciones.
Y una de ellas es que a ningún demócrata en 1942, o en 1943, o en 1944, se le habría ocurrido buscarle una “salida” a Benito Mussolini o Adolf Hitler, “que se fueran de rositas” o bien negociar “compromisos aceptables” con esos regímenes asesinos.
En estas circunstancias, aunque Vladímir Putin no sea Hitler, no hay justificación alguna para su invasión asesina de Ucrania.
Ninguno de los pretextos argüidos como preludio de esta insensata ofensiva tiene la más mínima fundamentación en términos de moralidad, derecho internacional o de los intereses del pueblo ruso.
Y observo, además, que su ejército va perdiendo fuelle. Veo que, gangrenado por la corrupción, la desmoralización de sus soldados e incluso la deserción de algunos de sus oficiales, empieza a mostrar signos de derrota. Observo que los ucranianos, por el contrario, no se quedan cortos en sus muestras de resistencia, de contraataque e incluso vislumbran una victoria que, a poco que París, Varsovia y Washington aumenten su ayuda militar, está ya al alcance de su mano.
Concluyo que, ante este estado de las cosas, los hombres y mujeres libres del mundo no tienen razón alguna para hacer la menor concesión ante Rusia. Lo único que deben tener en mente es un principio y una idea: su retirada. El regreso de las tropas rusas a las fronteras que había antes del fatídico 24 de febrero de 2022, y, por ende, la victoria de los ucranianos.
Sin embargo, el pueblo ucraniano, por supuesto, puede decidir lo contrario. El presidente Zelenski puede, por razones que sólo a él le atañen, juzgar que, para poner fin a la carnicería y salvar lo que queda de sus ciudades, hay que buscar un acuerdo. En ese caso, tampoco es cuestión de ser más papista que el papa.
El cielo de los principios no es el cielo de la política real. Mucho menos que nunca frente a un irresponsable que juega con fuego, con el de la amenaza nuclear. Sea como fuere, tarde o temprano llegará el momento en el que habrá que hablar y sentarse alrededor de una mesa. Y ese día estaremos en deuda con los dirigentes que hacen gala de sangre fría y que habrán mantenido, en Europa y, en particular, en Francia, las vías de diálogo diplomático entreabiertas todo este tiempo. Pero aún no hemos llegado a ese punto.
Y no veo cómo, por el momento, se pueda evitar asumir esta posición tan simple. ¿Crees que la causa ucraniana es justa? ¿Crees que al defender su integridad territorial Ucrania está defendiendo los valores y las fronteras de Europa? ¿Entiendes que Putin, al romper el tabú de usar el arma suprema, representa una amenaza existencial, no solo para Odesa y Kiev, sino para todo el mundo?
Entonces sólo se debería albergar un deseo. No permitir que el agresor se vaya de rositas. Todavía menos, ofrecerle un indulto que utilizará para rearmarse, restaurar su autoridad y preparar su próxima incursión militar. Y, por el contrario, ayudar a los ucranianos a ganar. Y, al hacerlo, debilitar, socavar, incluso a revestir de ilegitimidad al dictador que los está masacrando.
Eso es lo que acaba de hacer Joe Biden en Varsovia al llamar carnicero a Putin. Y confieso que no entiendo los clamores de ofensa, revestidos de los viejos tics del antiamericanismo, que han generado sus declaraciones.
El 46º presidente de los Estados Unidos ha llamado al pan, pan y al vino, vino. Ha dicho que el emperador ruso está desnudo, que ha llegado la hora de que caiga en desgracia y que los niños ucranianos refugiados que tenía entre los brazos no debían tener miedo.
Y estas palabras, que generaron tanta estupefacción, estaban llenas de sentido común, así como de esa virtud que los antiguos griegos llamaban parrêsia y que en castellano significa decir algo aparentemente ofensivo, pero que en el fondo resulta grato y halagüeño. Pero ¿no eran más que palabras? Claro que sí.
Pero las palabras, cuando las pronuncia el representante político o moral de una gran potencia, siempre tienen más peso que de costumbre.
Fue el caso de Franklin D. Roosevelt al denunciar, en 1940, la “puñalada” de Mussolini a Francia.
De Winston Churchill anunciando, en 1946, que acababa de caer un telón de acero sobre Europa y que considerarlo un escándalo era la clave de la paz.
De Harry S. Truman cuando, el 12 de marzo de 1947, presentó su doctrina de contención al Congreso.
De John F. Kennedy, con su “soy berlinés”.
Las palabras de Joe Biden, sin duda, exigen actos a posteriori.
Y habrá que comprobar si es sincera su determinación de defender, tal como afirma, cada centímetro cuadrado del territorio que salvaguarda la Alianza Atlántica.
Pero para un amigo de la justicia y el derecho, sus palabras están en línea con las de estos ilustres antecesores. Para alguien que vuelve de Ucrania, e imagino que para un ucraniano, suenan como un feliz recordatorio de los principios sin los que no puede haber una paz justa.
Y, al establecer cuáles son las reglas del juego, también sirven como recordatorio (ya de paso) de que la historia nunca está escrita en piedra y nunca termina. De que tal vez hayamos enterrado demasiado pronto la Ciudad de la Luz en la cima de la colina. Y de que, después de tanta rectificación, tantas falsas líneas rojas y nimios acuerdos con “cinco reyes” ebrios de venganza y odio, Estados Unidos ha vuelto.
Esta es la única buena noticia de una semana tan sangrienta como la que hemos vivido.