Putin, a las personas que no le gustan, las envenena con productos órgano fosfatados. A Abramóvich, el del Chelsea, que negocia lo de Ucrania, y al que se le suponía amigo del sátrapa, le metieron el dicho guano en el chocolate. Abramóvich se empezó a poner colorado, como la cara de Pepe Monagas cuando se hinchaba de carne fiesta, y perdió la vista momentáneamente, además de sufrir erupciones en la jeta. Después se quedó verde. No se lo cargaron de milagro, porque cuando los médicos que lo atendieron empezaron a reanimarlo ya estaba en modo cujún, cujún. Putin se ha cargado así a unos cuantos, como a diez o doce, bien sean periodistas molestos, opositores escandalosos y enemigos en general. Los localiza, los fija y les manda a sus sicarios a meterles los compuestos órgano fosfatados por donde les quepan. Y los deja listos, pero además con muertes lentas y dolorosas. La técnica la aprendió del gordo de Corea del Norte, que es un lince para el exterminio. El tipo ha inventado una pócima que nada más rozarte te deja tieso; y lo usó -dicen- contra su propio hermano. En esos países te envenenan por un quítame allá esas pajas y te dejan seco y con la cara color Increíble Hulk en un plis/plas. Por eso a nadie le extrañaría que los hijos de Putin comiencen a lanzar productos químicos sobre los ucranianos y los exterminen. Los rusos mienten más que Antonio Sánchez, el presidente del Gobierno español -ya saben que se ha cambiado su antiguo nombre por el de Antonio-, y dijeron que se iban de Ucrania, pero no se van, sino que hacen que se van y luego se quedan. Es como un juego de palabras, ¿saben ustedes? Si ven a un hijo de Putin, huyan, porque pueden ser envenenados al amanecer. Pregunten, si no, al bueno de Roman Abramóvich, que sigue con la cara verde que te quiero verde.