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El oxímoron del horizonte

La palidez roja del horizonte es el oxímoron que se despliega en cada puesta de sol, desde Guayonge a la Tierra del Trigo. Estoy inmerso en ese palio hoy, cuando paseo por las huertas de cebollas de Tacoronte, que mañana estarán en el mercado, provocando expresiones de admiración del visitante. No hay nada como las frondas tacoronteras para relajar el espíritu, como hacían Maccanti y don Domingo Pérez Cáceres, que hallaron la paz por aquellos andurriales, uno haciendo poesía y otro rezando, que son sin duda dos maneras de despejar los pensamientos inconvenientes y las neurosis inevitables. Las frondas de Tacoronte, que se arremolinan pero que no se decoloran, se meten en los barrancos, alargando la laurisilva hasta que el barranco pueda ofrecerle su tierra fértil, arrastrada casi hasta el mar por las lluvias, que ya no están porque es mayo, que cayeron más atrás. Tacoronte es como un botánico gigante, pero su gente no lo sabe, acostumbrada como está al festival diario de las puestas de sol y las palideces rosas y rojas de un oxímoron que es paleta de artista. Se detienen los coches en la autopista con el espectáculo, reservado a unos pocos días del año porque estas islas son una caja de sorpresas. Sólo falta el rayo verde, que yo creí ver una vez en El Pris, cuando conducía un viejo coche que transportaba una novia de juventud. Cuya presencia no me dejó nunca asegurarme de si lo que yo vi fue un rayo, o un rasgo de lucidez, o una curva inesperada, vaya usted a saber. Ahora todo es distinto. Los ojos retienen mucho menos, la imaginación se ha detenido y no hay novias; luego el paisaje es más real y hasta he metido el pie en una madriguera, coño.

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