tribuna

El peor cóctel para el hambre

Más allá del impacto de la guerra en el número de soldados fallecidos o el sufrimiento que provoca entre los civiles en Ucrania, que ya de por sí están siendo terribles, hoy quería hablarles de una consecuencia derivada de la indigna invasión rusa que está causando un efecto tremendo en todo el mundo, y especialmente en el continente africano está teniendo un impacto demoledor: el de la inseguridad alimentaria.  

Situémonos en el contexto del momento: la invasión rusa se produjo cuando estaba a punto de iniciarse la temporada de siembra de primavera en Ucrania, y a pocas semanas de que empezara a cosecharse el trigo que llevaba plantado desde el pasado otoño. A eso se le suma que gran parte de lo que se había recogido nunca pudo salir de los almacenes, ya que los envíos de exportación se pararon en seco. En el mismo momento, las sanciones occidentales contra la decisión de Putin paralizaron, como no podía ser de otra manera, las exportaciones rusas.  

Ello, obviamente, tiene unas consecuencias inmediatas para todo el mundo, dado que Ucrania y Rusia producen casi el 60% de los girasoles y las semillas del mundo. En algunos productos, como el aceite de girasol, entre ambos países suman más del 50% de la producción mundial. También son responsables del 14% del trigo de todo el planeta y casi el 5% del millo. Si somos conscientes de esta situación aquí, porque podemos ver en los supermercados cómo se nos pide que limitemos la compra de aceite de girasol, por ejemplo, imaginen lo que pasa en otros países que, como sucedió durante los peores tiempos de la pandemia con vacunas o tests, no tienen un acceso privilegiado a este tipo de productos.  

Pero lo más grave de todo esto es que el mundo empezó 2022 (antes de la invasión) con alertas por parte de las organizaciones internacionales, Naciones Unidas al frente, de que estábamos enfilando hacia una crisis alimentaria de dimensiones terroríficas, que tendrá un enorme impacto global. Lo que quiero decir es que, en África, como sucede con frecuencia, está lloviendo sobre mojado, para entendernos.  

La guerra se ha sumado al impacto de la pandemia del Covid-19 y a los efectos del cambio climático para componer un escenario global en el que el hambre aumenta en todo el planeta. El periodista canario José Naranjo le ponía esta semana cifras en El País al reproducir el Informe Global sobre Crisis Alimentarias 2021, trabajo que elaboran diversas organizaciones de Naciones Unidas como la Agencia para la Alimentación y la Agricultura (FAO) o el Programa Mundial de Alimentos (PMA). En 2021, cambio climático y pandemia provocaron que 190 millones de habitantes de este planeta sufrieran de una inseguridad nutricional aguda, una cifra que supera en 40 millones de personas la cifra del año anterior.  

El director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos, David Beasley, ha bautizado lo que estamos viviendo estos días como “la tormenta perfecta”. Todos los avances que se iban produciendo en el mundo para ir atajando crisis alimentarias han ido sufriendo reveses. Se complicó todo con Afganistán, después la guerra en Etiopía, ahora la agresión en Ucrania… y utiliza una metáfora especialmente dura: “el granero del mundo acaba de convertirse en una cola de seres humanos para conseguir pan”, algo que, sostiene, “va a devastar la situación de la seguridad alimentaria en el mundo”. El panorama, pues, es preocupante. 

En Somalia, por poner un ejemplo, el 90% del trigo importado era de la región ahora en conflicto. En el país, que arrastra desde hace años una inseguridad muy preocupante, una casi inexistente estación de lluvias por cuarto año consecutivo (la peor sequía en 40 años) y el impacto de las plagas de langostas de 2019 a 2021, el hambre aumenta de forma alarmante en un escenario donde los precios del grano han subido un 300% en las últimas semanas a causa de la escasez. El resultado es que en esa región (el triángulo que forman el norte de Kenia, Etiopía y Somalia) viven en este momento 20 millones de personas en riesgo de hambruna grave.  

En Madagascar, isla donde no se produce ningún tipo de violencia o inseguridad que complique las cosas, ya les mencioné en otro artículo pasado que se produce la llamada “primera hambruna climática del mundo”. En la actualidad y según advierte el PMA, 24 de los 202 municipios malgaches están en situación de alerta nutricional. Hace apenas un mes anunciaban que atendieron a casi un millón de personas que pasan hambre en la zona y la situación no tiene visos de mejorar tras una serie de ciclones, tormentas y fenómenos meteorológicos extremos.  

Hay otras cuestiones que se agravan, además de las que menciono en los párrafos anteriores, como la subida del precio de la cesta de la compra y la inflación galopante que llevamos viendo durante años. El incremento de precios lo está sufriendo todo el planeta. Este pasado mes de abril, el trigo subió un 61% y el millo (maíz) un 32%.

Y esto no tiene solo un efecto directo en el incremento de la pobreza, sino también en la carga de la deuda que azota, especialmente, a los países africanos. El FMI, por ejemplo, ya ha expresado su preocupación por ello, ya que en África subsahariana los costes de la alimentación representan hasta el 40% del gasto de consumo en los hogares. En las economías de países más desarrollados, para establecer la comparación, la media está en el 17%.  

Y todo este cóctel, como digo, no solo incrementa los números de las personas en estado de pobreza severa, sino que incrementa “los riesgos de agitación social”, en palabras del director para África del FMI, Abene Aemro Selassie. No es algo sorpresivo ni sorprendente: la historia está llena de ejemplos de la vinculación directa entre el alza de los precios del pan (por simplificarlo) y las revueltas sociales como las no muy lejanas Primaveras Árabes.  

El precio del pan tuvo una influencia directa en la caída de un dictador, Omar Bashir, en Sudán y la zona de África occidental vive unos tiempos convulsos desde hace tiempo, con varios golpes de Estado en la región y cada vez mayor número de personas descontentas, cuando no directamente desesperadas, que se lanzan a la calle a protestar o buscan salida a una situación dramática, en muchos casos, migrando. Y si el malestar y el hambre se extienden por la región, es obvio que la gente emprenderá rutas más largas y peligrosas y algunos intentarán cruzar el mar hasta nosotros, exponiendo su vida y su futuro a los peligros del océano. 

Es fundamental, por ello, que entendamos que el planeta es un espacio interconectado y que solo nos puede ir bien a nosotros, si a todo nuestro vecindario le va bien, si todos progresamos juntos. Es vital apoyar a nuestros vecinos de África occidental y el Sahel, estar pendientes de lo que allí pasa, prepararnos para auxiliarles si es necesario.  

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