Antes de que Perales dijera que el amor es una gota de agua en un cristal, el amor existía. Por eso quizá Vicky White y Casey White, cuyos apellidos coinciden, pero que no eran familia, protagonizaron una historia de amor y de pasión desde la prisión donde ella ejercía como subdirectora y él cumplía 75 años de condena por varios crímenes. Se enamoraron, porque el amor, eso sí, no conoce ni barrotes ni antecedentes penales. Sucedió en Alabama. Ella vendió su casa, vació sus cuentas y dimitió como carcelera y el último día de trabajo se fugó con un asesino de casi dos metros de altura. Con 185.000 dólares en el bolsillo, se subieron a una pickup y nadie sabe a dónde querían huir, con lo difícil que es eso, para iniciar una nueva vida, para crear un definitivo nidito de amor. Fueron sorprendidos y embestidos por los federales mientras descansaban en un prado. Vicky no resistió la vergüenza de ser detenida por sus compañeros y se pegó un tiro. Él gritaba para que la atendieran: “¡Yo no fui, yo la quiero!”, repetía, mientras era esposado. Lloraban su historia los bosques y los ríos de Alabama, ilustrando convenientemente esa historia de amor. Vicky, funcionaria ejemplar, sucumbió a las palabras suaves y tan medidas de su novio, considerado como un preso peligroso. Y él, 38 años, se dejó llevar, como en un sueño, por aquella pequeña carcelera rubia, de 56, una mujer de vida tranquila y de trato afable, cualidades que casan con una mujer vencida por el amor. La historia terminó demasiado pronto. No atracaron ningún banco, no cometieron crimen alguno en su fuga. Sólo se amaron. Mas la justicia no es indulgente con los enamorados, es insensible e incapaz de entender la pasión. “Es la ley”, suelen decir allí.