tribuna

La travesía del desierto

Como por obra de un embrujo, Canarias, de pronto, da muestras de estar saliendo de la travesía del desierto con traje de gala de comunidad pujante, con indicadores envidiables para otras regiones en las actuales circunstancias, tal como si las señales vitales del paciente revelaran una mejoría repentina tras dos años de convalecencia.

No ha sido exactamente como regresar de un estado de coma, pero el mundo, en su conjunto, ha vivido eso que técnicamente se denomina una experiencia cercana a la muerte, con sus elementos fenoménicos al uso, sin encontrar la luz al final del túnel, camino del Empíreo de nuestra Divina Comedia particular. Si Dante hubiera levantado la cabeza, habría visto el minutero del reloj del juicio final de Chicago picoteando ansioso la fatídica medianoche. Las Islas -de nada sirve negarlo- vienen de sufrir literalmente un estado de shock. Nuestro reloj apocalíptico versión insular dio un vuelco el día que asistimos, bajo una psicosis generalizada por la irrupción inexplicable de un virus vandálico, al escenario límite del turismo cero. Fue como sufrir una enfermedad innombrable, que empezamos a temer cuando el 23 de septiembre de 2019 cayó Thomas Cook, la mayor quiebra turística de la historia. El sector locomotora de la economía canaria conoció lo que significa tocar fondo. La imagen de Canarias acompañando al último turista al aeropuerto para que se alejara de las Islas en un viaje al revés era la antítesis de nuestra promoción exterior a lo largo de más de medio siglo. Ahora, en marzo, hemos recibido más de un millón de visitantes extranjeros (nuestro becerro de oro, objeto de controversia entre desarrollistas y conservacionistas), como si dos años después, arribáramos a la Tierra Prometida tras un éxodo sin precedentes en nuestra memoria económica que hunde sus raíces en épocas de hambrunas tercermundistas.

El espasmo del bienio negro llegó a parecer irreversible, un descarrilamiento en toda regla. La Canarias que en la primera década, poco antes de la Gran Recesión, experimentaba señales de confort prometedoras, con el paro regional en torno al 10%, se vio en 2020 abocada al precipicio. Visto ahora, en la butaca estos días de resuello, parece una película de terror, con una catástrofe detrás de otra sin tregua. De tal guisa que hoy, celebrar el regreso del turista inglés en la remontada del millón de guiris de marzo, no nos evite revivir el día que Boris Johnson anunció, como una ruptura sentimental, que prohibía a los suyos volar a Canarias bajo la pandemia por temor a contagiarse en nuestra compañía. Han vuelto los viejos amigos del Támesis a este lugar de extrapolación de sus confines, como vuelve el agua a su cauce. Y esa es la mayor señal de normalidad, la historia regresa a su sitio. Por cuánto tiempo es una incógnita.

La sucesión de buenas noticias llega a resultar sospechosa, como acostumbran a pensar los supersticiosos. De golpe, el empleo se restablece y cae el paro a niveles inéditos en 14 años. El PIB de las Islas en marzo se dispara al 11% interanual, por encima de la media de todo el Estado. El consumo sortea la lapidaria inflación que castiga al resto de Europa. Servicios, el comercio al por menor y la compraventa de viviendas crecen en las Islas de un modo compulsivo, como si el dragón (la expresión es de Carmelo León, catedrático de Economía Aplicada en la ULPGC hubiera despertado tras un letargo de dos años, remedando a Monterroso.

Nos anuncian un supertelescopio solar de construcción inminente en La Palma, que hace menos de cinco meses sufría una erupción, en línea con las metáforas afines al fin del mundo. Y, en mitad de este armisticio, somos como ese Guerrero de Goslar de la Rambla, que reposa de la batalla, y ve pasar el río de gente ataviada, porque también han vuelto las fiestas. No es un mundo irreal del metaverso isleño, todo esto sucede, es cierto, aunque no deje de ser la nuestra una situación excepcional, en pleno ejercicio de lo que significa ser islas, en mitad de los otros reveses que siguen sacudiendo al conjunto de la humanidad. Porque la tortilla no se ha dado una vuelta completa. Persiste (como esa long COVID) la cola inacabable de la pandemia. Y la guerra (que también se ha gripalizado mediáticamente, a medida que se hace habitual y decae el efecto sorpresa) no ha dejado de causar víctimas inocentes, muertos y supervivientes, como los evacuados de la acería de Azovstal, de Mariúpol, que han podido ver el sol tras dos meses de temblores subterráneos bajo los misiles rusos, y han llegado con vida a Zaporiyia contando historias espeluznantes del infierno. De manera que el panorama sigue siendo tan cruel como hace unas semanas, y los fantasmas no cesan de campar a sus anchas en medio de la realidad, como antes -y aún- en los hospitales y hoy en la Ucrania asediada en nombre de todo Occidente. O ahora mismo en una España que habla por el móvil obsesionada con el espionaje de Pegasus, que es el mismo caballo desbocado de alas negras que cruza el planeta desde hace un par de años.

La economía canaria mide la temperatura de más de dos millones de habitantes, tras un periodo de fiebres altas por la expansión de la COVID, la enfermedad del mundo que las Islas han resistido hercúleamente. El muerto resucitó. El turismo ha vuelto a tirar de los demás vagones. La Islas se han reposicionado en sus rieles. El tren está en marcha y sorprende con qué rapidez ha cogido velocidad. No es el galope de un brioso caballo alado, va más deprisa. El Pegasus que sobrevuela la política española es una intrusión en el paisaje del día después. Acorde con una era de acontecimientos vertiginosos en la que todo acontece a un ritmo desenfrenado. Seguimos en el dédalo de un círculo vicioso desde hace dos años, del que no nos fiamos por experiencia propia. Cada vez que nos creímos a buen recaudo, nos sobrevino un nuevo sobresalto. Acaso las Islas sueñen ahora, con tanta buena nueva, que están a salvo del peligro. Pero ni Borges nos habría sacado del hechizo de este laberinto.

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