el charco hondo

No sabes quién soy, ¿verdad?

Cuando José Luís Rodríguez Zapatero impulsó la Educación para la Ciudadanía, con el objetivo de enseñar o apuntalar los valores democráticos y constitucionales (iniciativa que se esfumó poco después), el gobierno de aquel momento fundamentó la implantación de esa asignatura en la necesidad de favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y el respeto. Se consideró, con más poesía que resultados, que la incorporación de la EpC ayudaría a que desarrolláramos hábitos cívicos que mejoren el día a día en colectividad, pero nada se dijo de la urgencia de cortar de raíz, y para siempre, un hábito poco cívico que, cargado de imprudencia, poca educación ciudadana, algo de mala fe, miopía y perversión, provoca situaciones tan incómodas como evitables. Con la educación para la ciudadanía cubierta de polvo en cualquier trastero, lejos de ir a menos está yendo a más, y peor, la envenenada costumbre que algunos tienen con lo de saludar a alguien que probablemente no se acuerda, no reconoce, no sabe o no atina a recordar quién carajo está saludándolo. Qué tal si renuncian a saludar aquellos que lo hacen teniendo dudas más que razonables de ser reconocidos y, a partir de ahí, condenando a la otra parte contratante a pasar un mal rato, al vértigo que provoca hacer como que conoces sin tener ni pajolera idea de quién es, a mantener una conversación imposible, a tirar de recursos, amigo, capitán, profesor, mi niña, artista, campeón, colega, al escalofrío que recorre el cuerpo imaginando, y temiendo, que en cualquier momento el conocido desconocido haga la pregunta que hace saltar por los aires la ficción de experiencias compartidas. No sabes quién soy, ¿verdad? -te dice, coincidiendo con la milésima de segundo en la que quisieras volverte invisible-. Esa pregunta, disparándote a bocajarro después de haber puesto los cinco sentidos en que no se notara, debería estar multada, tendría que penalizarse la crueldad de quien cae en que no lo has reconocido y, en lugar de dejarlo estar, te castiga forzando tu confesión. Hay que ser mala gente para, una vez has caído en que no sabe quién eres, no ahorrarle el trago despidiéndolo sin más. El hábito de saludar a quien no ves desde el colegio o con quien has trabajado pero del que no sabes hace algunas décadas (tirando ambos a físicamente irreconocibles, porque los años pasan) debería abordarse en algo que atienda a los objetivos que persiguió la educación para la ciudadanía, de tal forma que se destierre la mala costumbre de saludar a alguien que puede no conocerte o recordarte y, caso de no contenerse el saludador, que se considere de mal gusto y peor educación hacer la pregunta que jamás debe hacerse. No sabes quién soy, ¿verdad? -escupen, con claro afán de venganza-.

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