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Viejo paliza

Resulta que siempre he odiado a los viejos pesados y siento que me estoy convirtiendo en uno de ellos. Repito las cosas y deseo ser tan perfeccionista que caigo en el ridículo, molesto a los amigos con peticiones increíbles y dentro de poco tiempo la gente me verá en una esquina y saldrá huyendo por la otra. Paco Pimentel, un gran cronista de lo urbano, decía que hay hombres de esquina. Es decir, gente que se coloca en una esquina esperando al que pasa para darle la paliza. Hombre, yo a esto no he llegado, aunque todo se andará. El paliza o alegantín es una subespecie humana que está registrada en los manuales de comportamiento. A mí una vez me abordó un paliza cuando me bañaba en un hotel de cinco estrellas, en el Sur de Tenerife. Era tal la comedera de coco, que le solté suavemente: “Mira, ¿no te importa apartarte un poco, porque voy a echar una meada?”. El plomo salió mandado y yo, sin mearme –se lo juro a usted, desocupado lector—, continué mi interrumpido, tibio y placentero baño en el centro de la piscina, mientras el paliza regresaba a su hamaca y se tumbaba en ella como un lagarto, calando de reojo mi fingido chapoteo, como alejando la micción. No se metió en la pileta en todo el fin de semana, que yo lo estaba acechando. El paliza habita en cualquier ciudad, pero Santa Cruz y La Laguna se llevan la palma. En Santa Cruz se apostaban frente a las redacciones de los periódicos, habitualmente muy concurridas; y en La Laguna, donde no se editaban periódicos, en las esquinas de la catedral, porque así, a falta de público al que asaltar, pegaban la hebra con clérigos y menesterosos. Para entrenarse. Tengo la sensación de que he entrado en esa hermandad.

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