Es al revés de lo establecido: antes sencillo que muerto. A lo largo del tiempo he aligerado mi casa de objetos inservibles y me he quedado con cuatro cosas y, naturalmente, con la perrita, que acabará siendo la única decoración. Lo más visible que perdura son los imanes de nevera que la cubren por completo, resultado de mis viajes y los de mis hijas a lo largo y a lo ancho del mundo. Sobre todo de María Eugenia, que me salió inquieta y que lo mismo aparece en Thailandia, que en Tokio, que en Hollywood. Cada vez que tiene un día libre se manda a mudar y me parece bien porque esto aquí es un asco. De los cuadros que quedan hay un retrato de mi abuelo Pedro (1954), hecho por Juan Baixas, que a mí me parece espléndido. Baixas vino aquí en los años 50 y pintó a los miembros de las mejores familias del Valle y le gustó tanto esto que se quedó muchos años y se estableció en la isla. Yo lo recuerdo. Catalán cerrado y muy agradable y caballeroso y con unas manos prodigiosas para el retrato. Hoy es un perfecto olvidado, pero dejó una obra notable en Canarias. Pintó a mi abuelo, a mi padre y a mí, de jovencito, pero mi abuela Lola se negó a que la retratara. Era muy poco presumida y siempre dio el protagonismo a su marido. Una gran mujer, que se volcó en cuerpo y alma a su familia y a presidir el Ropero de La Pureza, institución que se dedicaba a ayudar a las familias portuenses menos favorecidas. Otro cuadro que conservo es el que me regaló Mohamed Osman de la casa de mis abuelos, en la Plaza del Charco, donde viví los mejores años de mi vida.