Mi abuela resolvía todos los protocolos matando dos gallinas. Quizá fuera un ancestro de la España del retablo de Cervantes donde todos negaban ver lo que realmente veían para no tener su sangre manchada de mora o de hebrea. Puede que fuera una reminiscencia de los sacrificios de animales en el templo de Jerusalén durante el Pesaj, la fiesta de los ázimos, que fue cuando mataron a Jesucristo.
Esas aves volucrinas, como las nombra Joyce en su “Finnegans Wake”, valían tanto para el nacimiento como para la muerte, y en su casa todos estos acontecimientos trascendentes se acompañaban de un gran caldo que calentara los estómagos y sirviera para reponer fuerzas. Mi abuela era nieta de un general carlista que se pasó todas las guerras en un balneario curándose una gota. No obstante llegó a ser jefe del Ejército y para esto había que suponerle cierta habilidad. Si alguien heredó estas dotes naturales de mando fue ella. En su casa había siempre un cónclave de mujeres en el cuarto de costura arreglando la vida de los hombres y de todo lo que se pusiera por delante.
Una de sus hijas era mi madre, el ser más dulce, más fuerte, más prudente y más inteligente que he conocido, pero mi madre se parecía en el carácter a mi abuelo, que era un pintor de marinas y sabía apreciar pacientemente el reflejo del cielo sobre las aguas de los charcos. Ella se fue hace más de diez años, cuando la vida le dijo que ya no merecía la pena seguir adelante.
Unos días antes la vino a buscar un gato que se asomó a la terraza mientras estaba viendo la tele sentada en uno de esos sillones articulados que se vendían por teléfono. Me llamaron temprano porque esa mañana no se pudo levantar. Una de mis sobrinas, que es médico, le puso una inyección en el estómago y al poco entró en un sueño placentero rodeada por sus hijos. No nos dimos cuenta de en qué momento dejó de latir el corazón y se interrumpió su respiración. Mi madre nunca molestó, todo lo contrario, y eso fue lo que hizo el día que se murió.
Dicen que la agonía consiste en un repaso a nuestra vida, que se proyecta rápidamente como una película que se vacía del subconsciente. No lo sé. A mí me pasó algo parecido cuando me pusieron un café y estuve un rato sentado en el salón esperando a que vinieran los de la funeraria. Cuando vi pasar la bolsa gris con la forma desmadejada de su cuerpo ya mis hermanas lo habían recogido todo y en aquel dormitorio se borraron las huellas de una existencia tan valiosa para nosotros. No puedo decir más. Hoy se me ocurre pensar en si todo esto tiene que ver con la representación de un matriarcado, o con las agresiones del heteropatriarcado.
Mi madre iba a la playa con las de la tercera edad. Le gustaba mucho bañarse en el mar. También le entusiasmaba irse de viaje con la ONCE porque tenía una pensión de la organización en la que su marido trabajó algún tiempo. Iba con los ciegos a ver el acueducto de Segovia, pero no lo veían y lo contaban como si lo estuvieran viendo, y eso le resultaba muy divertido.
Hoy he visto la foto de un cartel que han sacado las de Igualdad, reivindicando la visibilización de las gordas en las playas y me he acordado de mi madre contando la anécdota de los ciegos que describen la visión de lo que no ven, como en aquel retablo de las Maravillas, o en el cuento del rey desnudo.
Las cosas han cambiado mucho en los últimos diez años, tanto que ya el mundo de mi madre y de mi abuela me parece raro. Lo que me está ocurriendo realmente es que me estoy convirtiendo un extraño en este ambiente que no entiendo. ¿O son los otros? El problema es que, si es verdad, tengo la sensación de que no lo puedo decir porque paso a formar parte de la incorrección política.