Vuelve el Centro de Investigaciones Sociológicas a especular con lo que podría pasar en las urnas si hoy se celebraran las elecciones; perfora el CIS las intenciones de voto, pero sin interpretar ni detenerse en la ideología que la normalización, con o sin picos de virus, está haciendo crecer como la espuma de la cerveza: el celebrismo. Sorprendentemente, no hay análisis, informe o manual de campaña que esté analizando en profundidad los cambios que el celebrismo está inoculando en las prioridades de la gente, en su interpretación de la realidad, en la forma de encarar los días, la vida; y, a partir de ahí, pocos o ninguno, tampoco los estrategas de los partidos o quienes están en responsabilidades de gobierno, están esforzándose en leer los cambios que el celebrismo introduce en los hábitos de consumo o en la manera en que mayoritariamente en la calle se convive con dudas y vulnerabilidades que el confinamiento o las desescaladas incrustaron en el tuétano de la memoria, o en la gestión emocional y anímica que cada cual está protagonizando ante la inminente llegada de una crisis feroz. Basta reparar en el insaciable apetito de fiesta o en la interminable agenda colectiva e individual de celebraciones, festejos, bodas diferidas, cumpleaños de conocidos o desconocidos, almuerzos multitudinarios o cenas con amigos de un pasado rescatado, para concluir que, sin lugar a dudas, el celebrismo es la ideología reinante y que, en consecuencia, los programadores electorales deben tenerlo en cuenta de cara a la campaña que ya está aquí, pero que arrancará extraoficialmente cuando finalice este verano del fin del mundo y, a partir de ese momento, cuando la crisis que está pateándonos la puerta haya escapado del cuarto trastero donde la hemos encerrado porque ahora lo que toca es celebrar, dejarnos llevar, desplazar la realidad, posponerla, dejar para otro mes lo que está esperándonos al doblar la esquina. Irrealizar el presente, mudar en ficción la realidad (así expresado por Vargas Llosa muchos años atrás, en el contexto de la civilización del espectáculo), en esas estamos. Poco o nada dice el CIS, tampoco otros análisis, sobre los cambios que en el consumo o en la lectura que hacemos de la realidad ha provocado la experiencia de una pandemia, el miedo a que éste u otro virus o acontecimiento vuelva a parar en seco la vida, a tirar del freno de mano rompiéndonos los días, devolviéndonos a la libertad condicional de otra desescalada. El cortoplacismo o el desentenderse de metas u objetivos que el calendario sitúe más allá del siguiente fin de semana está contaminando comportamientos que tienen traducción económica, afectiva, social y, sin duda, también política. La gente quiere resultados, y los quiere ya, para ayer. Los planes a largo están cayendo en el pantano del desinterés.
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