Ruth y Fran se enamoraron mientras ambos formaban parte de una orquesta sinfónica alemana. Hecha sólida su relación, se despidieron del director y comenzaron a ofrecer conciertos de cámara en compañía de músicos de menor nivel. Ella era una maestra con la flauta dulce; él un virtuoso del trombón de varas, si es que se puede ser virtuoso de tal instrumento. Los dos se las arreglaban muy bien con el violín y hasta habían conseguido, a muy aceptable precio, un Bern Hiller and Sohn en una subasta. Pagaron 200.000 pesetas por él y lograron que un buen artesano lo dejara impecable. La música barroca era la pasión de ambos, sobre todo de Ruth, que impartía clases en conservatorios modestos; y con tanta actividad lograron cierta estabilidad económica. Los conocí en Sevilla, cuando ofrecían un concierto callejero en la puerta de El Corte Inglés de la Plaza del Duque; los dos y un percusionista negro al que le faltaba un zapato. Se le veía tan contumazmente despojado del borceguí que una empleada dadivosa de los grandes almacenes le preguntó una tarde por su número de pie y le regaló un par de horrorosos zapatos de rejilla, marrones, que el hombre calzó hasta que el percusionista se fue a la tumba. Ruth y Fran no tuvieron hijos. Ella era guapa y muy alta y él calvo y feo. Una vez encontraron trabajo en un club de jazz de Sevilla, muy cutre, pero en el que actuaban músicos de la categoría de Otto Weitzman, propietario que fue del Blue Note del Puerto de la Cruz y de quien decían que había sido arreglista de Frank Sinatra. A Ruth y a Fran les perdí la pista y creo que Otto murió hace años. Yo no los he olvidado. A ninguno de los tres.