después del paréntesis

La frontera de la muerte

La historia precisa el desastre. El mundo es como es y lo es por más que los hombres estén obligados moverse como se han de mover. Eso ha ocurrido siempre, en Asia, en América del Sur o los canarios clandestinos en pos del porvenir. Adecuar la vida a lo que la vida demanda es un signo connatural al ser, como dio a entender con mayúsculo tino un tal Lázaro González Pérez, que se dijo el de Tormes. Así la existencia registra su incondicional gravedad. De donde se desplazan los despreciados, los sometidos, los invalidados históricos por los europeos en sus territorios, los que viven con extenuación lo que ocurre en su suelo, entre directrices dictatoriales y caprichosas, entre los que dominan y se quedan con sus materias primas, entre la corrupción y la ausencia de trabajo y reparto. En la línea del acontecer, el norte más norte. En el norte más norte, el límite. Y el límite cuenta con obstáculos precisos a resolver: el gran charco que no conocen y en el que no saben nadar y las barras que separan el medio rico de las posibilidades. Ahí se constata lo que queda atrás después de luchar con los caminos y con el desierto. Eso es el mar, eso es Melilla. Y en Melilla los cientos de inmigrantes que esperaban se reunieron, acordaron la estrategia a seguir y corrieron pecho al frente contra las cercas y contra los policías que las defienden. En el trance se estima lo que este perverso mundo destapa. Marruecos ha conseguido lo que los otros implicados en el caso (los saharauis y Argelia, por ejemplo) no comprenden: que quien detentó el signo colonial en el territorio, que quien sucumbió al empuje de Marruecos (la Marcha Verde) y no dio a satisfacer lo que es incondicional a un pueblo sometido, no le dieron la carta de libertad para exponerse en nación como nación es, esos ahora dan razón al empuje concluyente de los susodichos: reconocimiento de la sumisión del Sáhara. Y por semejante maniobra, España recibe el premio con el que jugó antaño el reino en cuestión: ahora si retendrán, si frenarán, si impedirán; ahora el aviso es categórico: quien lo intente morirá. Eso ocurrió sin que el actual gobierno español, gobierno civilizado y democrático, gritara por la desmesura. Veintitrés muertos para los que la policía marroquí precisa cavar las fosas consecuentes a fin de que, sin nombre, sin reconocimiento, desaparezcan del planeta en una tierra secreta e infértil. Ese es el mundo, esa es la siniestra y desesperada realidad.

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