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75

Hoy cumplo 75 años, que es un número redondo e incuestionable. Un número que no admite la menor duda. Uno ha metido ya el dedo por la tela verde la obra de Dragados para ver si hay agua en el foso, acto que supone el certificado de vejez. Uno ya no tiene derecho a seguro privado porque no es rentable. Uno tiene la satisfacción de haber renovado ¡por cinco años! el carné de conducir y de que le den la fecha infinita en el DNI. El cerco se va estrechando, muy a mi pesar. Me llamarán mis hijas y cuatro amigos y me regalarán dos polos y unos calcetines para que salga guapo en las fotos de las entrevistas y me volverán a decir “qué joven estás”, pero empezará la procesión de achaques traicioneros que no quiero ni pensar. 75 años, nada más y nada menos que el jubileo desde el nacimiento, o las bodas de diamante, o no sé qué zarandajas de definiciones varias que sobrevuelan como moscas la edad provecta de un servidor. Pero, mira por dónde, celebro que lleguen de una vez para no estar dando tanta vuelta a si uno está bien o está mal. Uno está como está y se acabó. Hace veinte, veinticinco años, en Isla Margarita, eché un piropo a unas chicas monísimas y me contestaron, desde la distancia: “¿Qué te pasa a ti, ancianeitor?” Nunca más he vuelto a echar un piropo a nadie porque entonces tenía 25 años menos y ya me consideraban un viejo. O sea que ahora soy viejo y carrucho, asomado al foso de la obra, que es como el foso de la vida, esperando a ver si hay agua en el fondo para lanzarme en plancha. Lo mejor es esperar sentado y calladito.

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