tribuna

No se cabe

Llegó agosto y, como estaba previsto, se produjo la estampida general. Los negros augurios sobre un otoño de restricciones y precios inabarcables no han hecho más que incrementar el ansia de disfrutar. Al grito general de: que me quiten lo bailao. A nadie frena que los alquileres, los chiringuitos y las tumbonas hayan multiplicado su precio. Dos años de pandemia han acabado con la paciencia del personal que ha decidido que ya se afrontará lo malo por venir pero antes hay que vivir.

Resultado: en las ciudades de la costa no cabe un alfiler, las playas están saturadas y la sequía hace peligrar el suministro de agua a las casas. Localidades idílicas como Tarifa o islas como Menorca, conocida por sus playas vírgenes, no tienen capacidad para albergar a tanto turista que pretende alquilar un coche o cenar en una terraza. En Tarifa sus vecinos no salen de sus casas y los isleños ven con horror sus playas abarrotadas y sus carreteras colapsadas.

Es cierto que los ingresos de esta temporada turística van a salvar las cuentas de dos años de escasez pero el empeoramiento de la calidad de vida de los vecinos es un coste demasiado alto para un turismo tan estacional.

Hay, además de una excesiva demanda, otros problemas añadidos, como el deterioro que la super masificación provoca en el medio ambiente o la falta de personal en hostelería, ya que el alojamiento resulta tan caro que se come los salarios de camareros y personal de cocina.

Cuando llegue septiembre el mar estará mucho más sucio, las playas también, pero los coches no inundarán las calzadas formando atascos monumentales solo para ver una puesta de sol. Espectáculo este del que, al parecer, no nos habíamos dado cuenta, pero sucede todas las tardes y ahora provoca tal entusiasmo que miles de veraneantes se dan cita al atardecer para ver al astro desaparecer.

Los responsables turísticos, ministros, empresarios hoteleros, centros de ocio y restauración van a tener que hacer una severa reflexión sobre la insoportable masificación de este verano y buscar una nueva ordenación del sector para que la primera industria nacional no se convierta en un castigo para los habitantes de la costa y el agotamiento de recursos tan imprescindibles como el agua, o el deterioro de espacios naturales protegidos.

No dejemos que nos pase lo que a Venecia, una ciudad donde ya no vive casi nadie y donde miles y miles de turistas abarrotan sus estrechas calles entre los canales.

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