por qué no me callo

Sánchez, en Lanzarote, bajo el volcán

Las vacaciones familiares de verano en 2022, el año de lo de Ucrania y Taiwán, guardan poca relación con las que Sánchez pasó anteriormente en Lanzarote. En el álbum de esas estancias hay pocas similitudes. Veníamos de tocar aparentemente fondo con la pandemia, y nos habíamos hecho a la idea de que lo peor había pasado y este verano volveríamos a vivir lo que siempre llamamos la normalidad. Pero una serie de hechos sobrevenidos parecen querer quitarnos esa idea de la cabeza. La normalidad es ahora este desasosiego constante; mutó y ya es otra cosa. Los dirigentes han entrado en una fase de desquiciamiento colectivo y desequilibrio del orden anterior, y las ecuaciones de la política y la economía ahora se rigen por el desconcierto y la incertidumbre.

Digamos para un lector de este momento -y para el que mañana haga inventario de cuanto suceda- que un presidente del Gobierno español ha iniciado esta semana las vacaciones de rigor con los grandes asuntos nacionales, europeos e internacionales pendientes de un hilo, la paz incluida. A decir verdad, ninguna cuestión es una pieza encajada en su sitio. Todos los interrogantes están suspendidos en una nebulosa y nada tiene visos de consistencia.

En la primera década de este siglo nos llevamos las manos a la cabeza con el mayor contratiempo de nuestra aldea feliz: la Gran Recesión. Y la economía global entró en estado de pánico. Éramos muy inocentes aún. La generación actual ha sufrido un estrés histórico inigualable desde la II Guerra Mundial y, como la Gaia de Lovelock, cabe confiar en que, pese a todo, la vida en su conjunto se restablezca.

Ahora convivimos con un panel de problemas, cada uno por separado capaz de habernos quitado el sueño en los tiempos de la arcadia: con la guerra de Ucrania que amenaza al mundo, con los estertores de una pandemia de larga agonía, con la mayor inflación desde el siglo pasado, con una crisis de suministros desconocida, con olas de calor en cadena que abrasan sin precedentes a Europa y, por si fuera poco, con un conflicto entre Estados Unidos y China en Taiwán de consecuencias impredecibles (Taiwán es la primera fábrica mundial de semiconductores). Mientras escribo estas líneas, misiles balísticos chinos sobrevuelan el espacio aéreo de la antigua Formosa.

Si las bases de toda economía y del orden geoestratégico mundial deben ser mínimamente estables, nos encontramos en un escenario incompatible con el progreso y la paz. Por tanto, si esto es el caos, asumamos el nuevo estado de cosas y olvidemos el regreso a la ítacanormalidad. Es lo más parecido a un mundo sonámbulo. Avanzamos, pero de un modo inconsciente.

Las vacaciones de los presidentes en verano solía alterarlas un incendio o cualquier emergencia de índole pasajera. Ahora es el teléfono rojo o el smartphone blindado contra el programa Pegasus. Las contingencias han pasado a una categoría de código rojo. De todos los platos chinos que rotan simultáneamente, cualquiera puede caerse del poste.

España, antes de que los acontecimientos cobraran este cariz, se ahogaba en algunos vasos de agua. Uno fue el rey Juan Carlos, y ahora se cumplen dos años de su autoexilio en Abu Dabi como en el retiro apacible del Otoño del Patriarca.

¿De qué discutimos, entonces, a falta de la muletilla del emérito? Ayuso es, por ejemplo, un tema recurrente. Su personaje está basado en un pulso de gorgoritos con estaca respecto a Sánchez, que fue lo que le indispuso con Casado, por pisarle el terreno, y ahora con Feijóo, al embroncarse con el presidente por el apagado de los escaparates. Si Sánchez, en el oasis del mundo, acomodado en La Mareta, acordara con su versión más ladina aceptar el desafío de la presidenta de Madrid, Feijóo se vería abocado a llamar a Casado para llorar en su hombro sobre las infidencias de la baronesa. Y así se labran las crisis en los partidos, cuando la bicefalia entra en acción y se rompen las reglas de juego. Ahora mismo, el PP de las autonomías sigue a Ayuso a pies juntillas en su barricada contra las medidas eléctricas de Sánchez, dejando solo a Feijóo, que hace días las alababa y avalaba de consecuentes con las recetas de Europa ante el miedo al fin del gas de Putin. Ni Iván Redondo en sus buenos tiempos habría urdido un plan tan maquiavélico para cavar la racha del PP.

En Canarias, Sánchez cuenta con un gobierno afín, lo cual es una anomalía histórica, tras décadas de Coalición Canaria. Torres no tiene cuitas con el presidente, ni sus socios, salvo que el precio de las guaguas y el tranvía deba homologarse al del tren. Román Rodríguez celebra la financiación autonómica que elevará el próximo presupuesto por encima de 10.000 millones. Y la transferencia de Costas ya se firmó, ahora toca desempolvar expedientes.

Lo desagradable de esta situación es que Sánchez pertenece a una generación de líderes al borde de un ataque de nervios. Olaf Scholz se fotografía en Alemania junto a una turbina de gas como un ecologista con una pancarta urgiendo a Putin a reponer el servicio. A Boris Johnson le acaba de volar la cabeza su propio partido (un trance que Sánchez conoce en primera persona) y a Draghi lo echa la ultraderecha italiana para ocupar su lugar. No hace falta que los chinos invadan Taiwán o que Rusia extienda el conflicto ucraniano (con ensayo nuclear táctico incluido) para que se arme la marimorena. En la cumbre madrileña de la OTAN Biden dijo que el mundo se había vuelto un lugar peligroso. Aquí, en estas aguas, donde mueren cada año miles de seres humanos en una ruta calificada como tal, le hemos visto las orejas al lobo: el Sahel. Pero vivimos del turismo y disimulamos ese volcán en la trastienda. Los otros volcanes, el de La Palma y los de Timanfaya en Lanzarote, encarnan erupciones tangibles. La economía, la recesión, ese volcán es otro cantar.

¿En noviembre de 2019, quién nos iba a decir a los canarios, cuando Putin y Xi Jinping confluyeron como dos fantasmas en Tenerife tras una cumbre de los BRICS en Brasil, lo que estaba por pasar? El ruso no se bajó del avión, pero el chino y su esposa parecían tan afables y quisieron visitar el Teide. Semanas después, y aún tres años más tarde, no han dejado de ocurrir las cosas más terribles que podíamos imaginar, todas ellas relacionadas con aquellos dos dirigentes fugaces del este: el virus, Ucrania, Taiwán… La caja de Pandora.

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