Jorge Luis Borges subrayó, a los 82 años de edad, que “los únicos paraísos no vedados al hombre son los paraísos perdidos”. No ganaba mucho la historia con semejante afirmación, porque la pensó Schopenhauer antes que el escritor argentino. Mas por ello Borges resultó ser un pesimista con sentido, un pesimista formado, un pesimista al que asiste la fuerza de la sabiduría, un ser humano que confirma que el mundo es mundo aunque se manifieste a través del azar. Los libros son tiempo acotado, caminos de la revelación que el hombre puede repetir y compartir a pesar de los años, de las naciones, de los idiomas, de las religiones, de los regímenes políticos, de los climas, de los paisajes. En la década del 40 Jorge Luis Borges presintió el futuro como un circuito de pérdidas, y confirmó su ceguera. Por eso escribió sobre el débito con sus mayores, que eran los padres de una patria que comenzaba a desfigurarse por la fuerza de la inmigración; de donde escribió sobre su compromiso de ciudadano afirmado en esa patria que se esfumaba y escribió sobre el deber consigo mismo y sostuvo que solo podemos reconocer a un ser humano consecuente y convincente cuando asume morir por lo que ama y no matar lo que quiere. Los argentinos no siguieron a Borges en sus razonamientos. Más aún, los argentinos continúan afirmando que Borges es un cosmopolita, que nunca habló de Argentina. Y uno, después de repasar la durísima versión del año 1955 de su Evaristo Carriego, un alegato atroz sobre la obra del innombrable Perón y sus consecuencias, llega a la conclusión de que lo cómodo es aceptar lo que los impostores nos ofrecen conforme a su parca medida. O lo que es lo mismo, Borges reflexionó y dio a conocer el cargo y responsabilidad con lo propio, los impostores tapan. Por eso Borges se dio la vuelta, dijo adiós a Argentina en su momento y se fue a morir a Suiza para ser enterrado en Ginebra pese al delirio de los (¿suyos?) que reclamaban su cadáver. Los embusteros, en su desproporción arbitraria, ordenan el mundo con sandeces a raíz de su factoría estrafalaria. Los seres probos como Borges lo dan a conocer en su justa medida. Y eso es lo que siempre leerá la historia.
En definitiva, la vileza ya nos ha acostumbrado a agotar sus segundas oportunidades y siempre se deduce de su esfuerzo que su tributo a la indignidad es un modo de convencernos de que no son unos pobres embusteros.