Cuando escribo son las cuatro de la madrugada. En mi calle, la más transitada del Puerto de la Cruz, no circulan ni coches ni personas. De vez en vez, un colgado -o colgada- aporrea los cajeros de La Caixa. Son dos, externos, uno de ellos lleva tiempo averiado. Desde el balcón, durante el día, mi hermano y yo alertamos a los que intentan operar en él para que no lo hagan, porque a nadie se le ha ocurrido colocar un cartel de: “Averiado”. Y tarda en devolver las tarjetas. Ha turbado el silencio una mujer joven, que va con un individuo vestido de negro, ambos cargados, a la que el banco no le da dinero y castiga al cajero sano con sus dos manos. Ya les conté que el otro día un helicóptero del SUC buscaba a un falso accidentado, sobre las tres de la madrugada. El ruido era ensordecedor, pero sólo unos italianos que viven más abajo salieron a su ventana. Los demás habitantes del Puerto ni se inmutaron. Y el rescate -que no fue- se prolongó durante dos horas. A como está el litro de combustible, caro para ser chimbo. El Puerto, de noche, es un muerto. Sólo aparecen en la oscuridad individuos patibularios que no sé de dónde salen. Curioso: todos van de negro, como los malos en las películas del Oeste. El otro día me dijo un amigo que fue a Benijos y que vio a personajes que podrían integrar un ejército de malos, por sus pintas. No digo yo que lo sean, que no lo son, sino que llaman la atención su falta de dentista, sus barbas descuidadas y sus aspectos en general. La noche en la ciudad está desierta, parece Fuerteventura en verano, a la hora de la siesta. Y mira que el Puerto es bonito, pero de noche no.