tribuna

La página en blanco

Como en una suerte de ley no siempre cumplida, uno procura hablar de la gente que ha muerto si la ha conocido, gente que, con su ausencia, contribuye a la inexorable muerte progresiva de uno mismo. Hasta ese punto, gente insustituible. Y así vamos devolviendo favores, pagando deudas con ciertas deidades que han formado parte del trasunto de nuestra vida corriente, seres que fueron muy famosos o completamente desconocidos, o cuyo prestigio local los hace, a nuestro modo provinciano de ver, menos célebres que los ídolos de una gran capital como Madrid. Umbral era uno de esos dioses difuntos, hijo de la periferia vallisoletana como Delibes. De ambos me hablaba con delectación agradecida mi amigo Carlos Blanco. Del colofón literario del columnista Umbral me contaría cosas conmovedoras y estelares quien mejor lo conoció, su amigo y director Pedro J. Ramírez. Porque a Umbral nunca lo conocí, pero acerté a verlo a cierta distancia una noche madrileña como me pasó con Félix Francisco Casanova en Santa Cruz. En la presentación de un libro de Juan Cruz sobre El País, eran inconfundibles su figura y su bufanda. Tampoco conocí en persona a mi adorado García Márquez, cuya muerte me resultó tan cercana que recé por su alma y sufrí duelo como si fuera un miembro de la familia. Hay muertos imperecederos.

A Javier Marías ni siquiera me consuela haberlo visto aunque fuera de lejos. No tengo nada que decir sobre él a título personal (salvo un amable elogio suyo publicado sobre un libro que escribí con Martín, Valdano, sueños de fútbol), ninguna anécdota privada sobre los ademanes, los gestos o la voz, que son recuerdos solo posibles si ha habido un encuentro, un contacto. Sin embargo, Javier Marías era un ser querido para mí como Umbral o García Márquez. Y para tantos. Un escritor que entró en casa para quedarse a vivir en la biblioteca, en la mesa noche, en la cocina o el váter. Marías abrió la puerta interior y habita dentro de nosotros, en esa vida póstuma que no es ninguna entelequia. Lo echo de menos desde el domingo pasado, cada día que pasa, y creo que no dejaré de recordarlo hasta que me muera.

Acerca de un Marías que todos sus testigos dicen que constituía una presencia emocionante, del escritor impecable e inteligente y la persona educada sé cuanto he podido recabar a lo largo de los años a través de Juan Cruz, que fue su editor y amigo. Marías nunca pudo imaginar lo que muchos preguntábamos sobre él a quienes le trataban personalmente, como si lo hiciéramos acerca de Dios. No es de fanático, sí de fan, elevar a ese punto la admiración hacia alguien. A mi madre siempre la consideré una santa y a otras personas, íntimas o remotas, que me influyeron de un modo providencial los tengo en el altar de los dioses predilectos. Solo hubo una oportunidad de que almorzáramos con Marías en Madrid, hace más de 20 años, pero la cita se suspendió a última hora. Aquel escritor incomparable, socráticamente único y primero (usemos su sintaxis), no era un pope literario al uso, un ejerciente de dogma y clan. No era de ese clero. Claro que no se le debía de ocultar la veneración que suscitaba entre la cofradía de las letras. Elena Poniatowska me contó una noche que habían premiado con el Rómulo Gallegos de Venezuela (ella era jurado) a un escritor español por una novela titulada Mañana en la batalla piensa en mí. Conservo el discurso de Marías para aquella ceremonia, Lo que no sucede y sucede, sobre lo que somos y no hemos sido, o sea, sobre la novela, el género con el que ya se ganaba la vida entonces, 1995, cuando le quedaban 27 años para agotarla. Su perpetua candidatura al Nobel lo hizo esperar más de la cuenta. Ya nunca el Nobel podrá tener a Javier Marías, como tampoco a Tolstói o Borges.

En la última diáspora se han ido autores de novelas tan célebres como Cien años de soledad, Ensayo sobre la ceguera y Tu rostro mañana. El paraíso ulterior se está volviendo un lugar literariamente atractivo para futuros viajes en la barca de Caronte. Es un aliciente pensar en la biblioteca postrera que desconocemos de este falansterio de escritores excelsos para cuando nos toque la hora y el instinto pregunte qué nos aguarda en el sinfín de los tiempos. Nos quedamos huérfanos de autores favoritos, cuyas obras nos salvaban a tiempo como flotadores. No me hago a la idea de que el hijo de don Julián y amigo de doña María Rosa Alonso falte a la cita con nosotros, sus fieles lectores (la secta de Marías), el año que viene, y que la última entrega -ese acto de afecto- fuera Tomás Nevinson. Son estos indicios los que apagan las luces de la habitación y nos dejan en la irremediable invisibilidad de los libros que nunca llegarán a nuestra estantería.

Y eso que hoy quería hablar de las buenas noticias. De los premios TERRA de la Fundación DIARIO DE AVISOS. Del año póstumo del volcán. Del giro de la guerra y el gesto contrariado de Putin junto a Xi Jinping en Samarcanda, como si -de nuevo Marías- quisiéramos imaginar el final del conflicto que no ha sido y podría ser. Como un día se apagó en La Palma el volcán que explotó hace un año. Y del desenlace de la pandemia, nada menos, si es verdad y no es novela el anuncio de la OMS de que el virus se extingue. El Cumbre Vieja del mundo. Pero hay una inmutable dejadez ante la posibilidad de esas buenas noticias por parte del ciudadano descreído que infravalora la ficción y su eventual veracidad si no es legítimamente literaria. Podrán la guerra y el coronavirus acabar mañana en la batalla y pasaremos página como si tal cosa. Ahora nos haremos la pregunta: ¿qué habría escrito en esa página siguiente Javier Marías? Y nunca lo sabremos.

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