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Barberos y pelos en las orejas

No hace muchos meses fallecía en La Orotava un señor de muy buena familia, pero que era muy agarrado. Era tan tacaño que no quería que el barbero le quitara los pelos de las orejas, porque el fígaro cada vez que lo hacía le cobraba un euro más por el servicio. En La Orotava ejercía sus funciones un barbero, que también iba a arreglar el pelo a las casas más pudientes, que tenía la mala costumbre de hacer descansar sus huevos donde uno ponía el codo. Era una manía que tenía el hombre. Un día le metí tal codazo en sus partes que el hombre se quedó envasado y no volvió a practicar, al menos conmigo, tan fea costumbre. Los fígaros son muy particulares. En el Puerto había otro peluquero tan agarrado que se metía en la boca un caramelo de menta, se echaba un buche de agua, volvía a sacarse el caramelo y lo ponía en su envoltorio y así la pastilla de menta le duraba un día o dos. Y otro, que prestaba sus servicios la calle que había detrás del Dinámico, en plena Plaza del Charco, que se negó, cuando los comienzos del sida, a instalar un autoclave de desinfección. Tú le preguntabas por qué y Pedro respondía: “Yo a los tíos con sida los detecto a la legua”. Y se lo creía a pie juntillas. Los barberos tienen fama de alegantines y no paran de hablar mientras te arreglan el pelo. Conocí a uno que escupía, pero no sólo saliva, sino restos de pipas, algunas muy antiguas. Varios clientes acudían a los chinos a comprar esos paragüitas pequeños de colores que venden los orientales, para evitar los efectos de la lluvia ácida. Hay gente para todo.

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