o he escuchado completo el discurso de Putin después del referéndum de anexión, tampoco creo que en él se encuentren las claves para adivinar los motivos de esta guerra que todavía no acaba de declararse. El mundo tiembla ante las amenazas, a pesar de que lo que nos trae en vilo es el alarmante aumento de la “ultraderecha” (yo diría de la derecha) que lleva tiempo aprovechando el desgaste de la izquierda, pegándose un tiro en el pie un día sí y otro también.
Creo entender que el ruso habla de una especie de degradación moral de la que quiere defender al mundo. Todavía no ha manifestado su sintonía con Giorgia Meloni, pero parece existir una intención coincidente en la defensa de los valores llamados tradicionales. Esto le da un aspecto de cruzada moral al conflicto, cuando en realidad sabemos que estas cosas, que pueden mover a los pueblos, no son las que mueven al mundo y a sus intereses políticos. Desde aquí se habla de salvar a la democracia, desde el otro lado de defender las costumbres y la tradición.
Un profesor de la Universidad de La Laguna decía que el derecho de familia en la Unión Soviética era modélico. Era en los años del franquismo y él podría ser considerado un facha. Ya ven, en ciertos aspectos los extremos se tocan y comparten ideales sociales que les son comunes. Va a ser verdad, y la Rusia actual es heredera de un ambiente de naftalina que no cuadra con lo que ahora llamamos progresismo.
¿Es verdad que exista una amenaza nuclear porque Rigoberta Bandini enseñe las tetas en los conciertos, porque se ha puesto de moda que los matrimonios duren cinco minutos, como el de Anabel Pantoja, o porque el mundo LGTBI invada los platós convirtiéndose en modélico? Esto no puede ser así, y, sin embargo, todo se mezcla en una gran coctelera para que nos lo parezca.
A ver si ahora se van a organizar legiones de voluntarios para defender las conquistas sociales que reivindican a las minorías de género y a otros aspectos que aún son considerados como auténticos excesos por los cavernícolas. A ver si ahora Rusia encabeza la cruzada contraria y Occidente tiene que venir a salvarnos por ser desprovistos de logros tan importantes. ¿Alguien cree que merece la pena tirar una bomba por estos asuntos? Pues esto es lo que hay, al menos haciendo un resumen grueso de lo que veo que me venden los medios. He visto algunos popes sentados en el público mientras el ruso dictaba su discurso, envuelto en la parafernalia del boato neozarista, que no se diferencia mucho del que se veía en las reuniones del soviet supremo, donde todos aplaudían al ritmo que marcaba el protocolo.
Evidentemente existe un abismo, como denuncia Putin, entre esta Rusia a la que consideramos obsoleta y la Europa tonta que se mira el ombligo enamorada, como Narciso, de sus logros simbólicos. Si se viera tal como es, descubriría que las mayorías siguen sintiéndose cómodas en sus tradiciones, que sus anhelos y responsabilidades son los de siempre y que el canto de sirenas de algunas minorías, alimentadas y aumentadas por el mundo de ficción de la televisión, son una engañifa, un telón para disfrazarnos de lo que no somos, porque, en el fondo, todos nos sentimos parecidos a los rusos y nos dejamos embaucar por los falsos eslóganes que nos hacen avanzar en la defensa de paraísos imposibles.
El mundo de un moscovita es tan vulgar como el de un berlinés, y en los dos ambientes se cuece el miedo a perder lo que se tiene. Por eso ahora la escalada del temor se eleva unos grados y lo que está en juego no es nuestro modelo sino nuestra vida. ¿Puede haber algo más tonto y más absurdo que esto? No solo Putin está loco, todos estamos un poco p’allá.