Cuando en la televisión el tiempo vale oro, El Loco de la Colina, fallecido esta misma semana, hizo de los silencios la razón de su éxito. Desconcertar al entrevistado callando, o como hacíamos Paco Padrón y yo en Canal 7, ridiculizando a un tercero con nuestros silencios, es absolutamente demoledor. Jesús Quintero fue un gran periodista, pero no sabía hacer negocios; siempre perdía dinero, a pesar de haber ganado fortunas. Acabó en un asilo de lujo, con los gastos pagados por un millonario turronero de Alicante, según cuentan las crónicas. Murió mientras dormía la siesta, una cosa muy suya. Al mismo tiempo, o casi, fallecía Ángel Casas. Le habían cortado las dos piernas (supongo que por un problema de diabetes) y también está en la historia de la televisión. Era un periodista enorme, un hombre nacido para comunicar. Van desapareciendo quienes marcaron una época gloriosa de la comunicación en España en el último cuarto del siglo XX, tras la muerte de Franco. No sólo nosotros cumplimos años, aquí en eso que el godo llama “provincias”. Allí también, en donde se reparte la mayoría de los Ondas y todos los premios literarios y los asientos de la Academia y las medallas militares y civiles; es decir, donde el poder se ejerce en todos los ámbitos de la vida. Quintero hizo malabarismos con sus silencios. Un día llevaba a la tele a un tío de un solo diente y otro a Mario Conde, en el cénit de su poder mediático y económico. Era un hombre original que enganchaba con un estilo raro, pero muy interesante. Otro periodista ha caído en estos días, Ander Landáburu. La ETA lo quiso matar, pero no pudo. Murió de enfermedad. Todos dicen que era muy bueno en su oficio. Y un valiente.