El debate político se ha convertido en un debate fiscal, en el que Pedro Sánchez y su gente defienden el incremento de la presión fiscal y el aumento de los impuestos que graban a los que, con un lenguaje que avergonzaría a Carlos Marx, denominan los “ricos”, para los que han creado un impuesto específico. Por su parte, los populares, seguidos de Vox, han introducido un término que el diccionario de la Academia incluye como una forma coloquial de “enriquecerse”, aunque nos parece que no solo es coloquial, sino que conlleva la idea de un enriquecimiento exagerado e injusto: afirman que con el aumento de los impuestos el presidente, su Gobierno y su gente se están “forrando”. Al mismo tiempo, defienden que, a la vista de la crisis económica global y la inflación brutal que estamos soportando, es más beneficioso reducir la presión impositiva y permitir que el dinero se quede en el bolsillo de los ciudadanos, sosteniendo así la demanda efectiva, el consumo y la inversión, y paliando en parte los efectos de la crisis, por ejemplo, en el tejido empresarial de las pequeñas y medianas empresas, muchas de ellas de carácter familiar. Como era de esperar, la respuesta a este planteamiento es que los impuestos sirven para financiar los servicios públicos y el Estado del bienestar, siendo inevitable la mención de la sanidad y la educación públicas, que se resentirían si los ingresos públicos disminuyen. El argumento parece irrefutable, pero su planteamiento mecanicista oculta sus debilidades y las falacias que contiene. El primer lugar, que más de la tercera parte del gasto público financiado vía impuestos está destinado al servicio de la deuda pública, a pagar el principal y los intereses a nuestros acreedores; una deuda pública que Pedro Sánchez, como hizo Zapatero, ha incrementado temerariamente con su gestión del déficit presupuestario hasta una vez y media de nuestro PIB. Es decir, España debe el equivalente a una vez y media el valor de todos los bienes y servicios que produce en un año. Y si debiera menos, esas cantidades sobrantes pasarían a financiar nuestros servicios públicos. En segundo lugar, el gasto público está sobredimensionado porque, por una parte, soporta la ineficiencia de nuestra Administración Pública, que gestiona mal los recursos públicos y llega a no ejecutar parte de lo presupuestado, y, por otra, tiene que financiar, además de a partidos y sindicatos, a una enorme cantidad de organismos y cargos innecesarios, de cientos de asesores inútiles, de proyectos e iniciativas vacíos de contenido y camuflados como gubernamentales, pero obviamente partidistas. La supresión de esta vergonzosa maraña liberaría una cantidad muy importante de ingresos públicos. La ideología económica social comunista que nos gobierna concibe a la sociedad española como un conjunto de trabajadores -“la clase media trabajadora”- víctima de un reducido grupo de perversos e inicuos “ricos”, cuya riqueza la han robado al pueblo y en contra de los cuales el Gobierno lucha por todos los medios. Se oculta que la empresa privada es la que hace crecer la economía, crea empleo y financia una burocracia no productiva, ineficiente, partidista y sectaria. Y se oculta también que el final de ese camino es una sociedad subvencionada que subsista gracias a los presupuestos y vote en consecuencia.