En mi vida sólo he perdido unas gafas, más bien me las mamaron en la desaparecida Azul Televisión. Eran graduadas, ignoro para qué las quería el caco, a no ser que sufriera las mismas dioptrías que yo. E idéntico eje del ojo. Ahora me olvido más de dónde dejo las cosas, aunque conozco a jóvenes de cincuenta años que les ocurre lo mismo, así que no debe ser demasiado grave lo mío. El otro día olvidé dónde dejé aparcado el coche, que no es ni siquiera mío. Tengo un truco para eso: no preocuparme, dejarlo perdido y cuando me acuerdo del lugar donde lo dejé, ir a buscarlo. Por esta razón tengo sueños de que soy propietario de cinco coches, pero no recuerdo dónde están y, en el propio sueño, me vuelvo majareta intentando saber de qué modelos soy el dueño y dónde se encuentran estacionados. Cuando me despierto me sobreviene el alivio, porque cualquiera paga cinco seguros, cinco impuestos de rodaje, cinco mecánicos, veinte neumáticos y cientos de litros de gasolina. Por la mañana los coches han volado y no debo afrontar los gastos citados. La memoria la tengo, pues, bastante bien para lo que veo por ahí y la gente de mi edad me parece mucho más vieja que yo. Mi abuelo leía las esquelas del ABC (si no apareces en el ABC es que estás vivo) y decía a cada momento: “Otro que echo patrás”. Mi abuelo murió a los 96, o sea que echó a mucha gente patrás en un país cuya esperanza de vida era mucho menor que la de ahora, que está en los 80,86 años los hombres y 86,22 las mujeres. Aquí la cosa de la igualdad anda un tanto defectuosa, habrá que llamar a Irene Montero. Ay.