en la frontera

Intervención y estado de bienestar

Los planteamientos intervencionistas de Keynes o Beveridge trajeron consigo, tras la Segunda Guerra Mundial, un acercamiento a la planificación del desarrollo o a una política fiscal redistributiva. En verdad, la época de la prosperidad de 1945 a 1973 mucho ha tenido que ver con una política de intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la maltrecha situación económica que generó la conflagración no permitía, porque no se daban las condiciones, otra política económica distinta. Al amparo de esta construcción teórica aparece el Estado providencia (Welfare State) que asume inmediatamente la satisfacción de todas las necesidades y situaciones de los individuos desde “la cuna hasta la tumba”.

Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco lo más importante, la responsabilidad de los individuos. El Estado de bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de “entreguerras” es, como es bien sabido, un concepto político que, en realidad, fue una respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la recesión. Ciertamente, los logros del Estado del bienestar están en la mente de todos: consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sanitaria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a mejorar el bienestar de la gente. Sin embargo, se dirigen varias críticas al Estado del bienestar referidas a su deriva estática, al estancamiento en la consecución del crecimiento económico y a su fracaso en el mantenimiento de la cohesión social.

El ocaso del esquema estático es tan evidente que la transformación es urgente y debe realizarse desde los propios fundamentos de un modelo de Estado pensado para promover la libertad solidaria de los ciudadanos. El Estado providencia, en su versión clásica, sobre todo estática, ha fracasado en su misión principal de redistribuir la riqueza de forma equitativa. Hasta el punto de que, tras décadas de actividades redistributivas, no solo no han disminuido las desigualdades, sino que, por paradójico que parezca, ha aumentado la distancia entre ricos y pobres, y de qué manera en estos últimos años. Estas desigualdades han generado grupos de población excluidos y marginados de la sociedad y no solo debido a circunstancias económicas, sino también a causa de su raza, su nacionalidad, su religión o por cualquier rasgo distintivo escogido como pretexto para la discriminación, la xenofobia y, a menudo, la violencia. Evidentemente, esta divergencia sistemática de perspectivas de vida para amplios estratos de la población es incompatible con una sociedad civil fuerte y activa. Por tanto, urge, sobre todo en tiempos de pandemia, que se recupere la dimensión dinámica del Estado de bienestar y deje de ser utilizado por el populismo para la caza y captura de los votos de amplias capas de la población que viven en situaciones de pobreza y desamparo a quienes se pretende instrumentalizar políticamente. Las situaciones de fragilidad y vulnerabilidad deben ser resueltas con políticas inteligentes, no con medidas dirigidas a perpetuar la pobreza y la miseria.

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