tribuna

Que 120 años no es nada, que febril la mirada…

He visto una fotografía de una mujer de 120 años. Dicen que es la más vieja del mundo. No me gusta este calificativo. Es cierto que tiene la piel llena de arrugas, igual que la tierra en que vivimos, rota por los volcanes pero a la vez suavizada por la erosión del viento y de las aguas. Me he fijado en sus ojos y he descubierto en ellos que son la luz de algo brotando de su interior que no es orgánico. ¿Qué es esto? Me pregunto, y me olvido de la necesidad de su tersura porque la única suavidad que le queda es la del espíritu que todavía la habita. El día que desaparezca, un médico le hará la autopsia y no conseguirá encontrar de dónde sale ese resplandor que le ilumina la mirada en medio de su estructura arruinada. ¿Cuántas cosas habrá contemplado? ¿Qué de imágenes almacenadas han pasado por el tamiz de sus dos faros aún brillantes? Advierten de que una lamparita sigue encendida en su interior para avisarme de que ahí reside un ser capaz de mirar con amor a lo que le rodea. ¿O esa capacidad ya se ha muerto y solo queda la inercia de una función caduca que se resiste a desaparecer? He leído mucho sobre hormonas que convierten a estos sentimientos en instintos, que mecanizan, de alguna forma, a eso que llamamos felicidad, que lo convierten en algo artificial y provocado, pero yo me niego a aceptarlo, quizá porque no soy capaz de controlarlo y me entrego involuntariamente a su gobierno caprichoso. Una vez escribí sobre estos neurotransmisores y provoqué el llanto de la mujer a la que se lo dediqué. Entonces comprendí que tenía que haber un componente, más allá de lo orgánico, que fuera capaz de movilizar a los sentimientos. Que no todo era química recreativa ni juegos de magia Borrás, a pesar de que los predicadores de lo cotidiano nos estuvieran vendiendo la fragilidad de las cosas que imaginamos. Mis ojos poseen la dinámica del tiempo y son capaces, por el artilugio de los recuerdos, de alisar las pieles ya caducas y enderezar a los huesos arrasados por la artrosis. Mis ojos hacen nuevo a lo viejo, porque no tienen solo la capacidad técnica de la reproducción fotográfica, sino que están informados por el alma. Para los que no existe alma tampoco existe el amor. El amor pasa a ser un producto de consumo, algo intercambiable con lo que algunos imaginan engrandecer el mundo de libertad donde viven, empequeñeciendo sus posibilidades al introducirlo en el ambiente mercantil de la vulgaridad. Una ola materialista nos invade, exhibiéndose en el escaparate de las cosas efímeras, de las que pasan de moda al día siguiente de ser inventadas. Es un mundo frágil apoyado en el consumo de las apariencias y de las ficciones. Hoy me he tropezado con la foto de una mujer de 120 años. Fíjense que evito decir que se trata de una anciana. Sus ojos están vivos, como deseo que estén los de las personas a las que quiero. Se resisten a dejarse colonizar por una realidad que viaja cabalgando sobre ondas de mentira. Todavía hay tacto en las yemas de los dedos que creemos apagados y muertos. Todavía las asperezas pueden transformarse en los roces de la seda más sutil. Depende de cómo lo queramos ver. Todavía la felicidad nos está aguardando a la vuelta de la esquina. Quizá no haga falta cruzarla, solo orientarnos de la manera adecuada para que su brisa nos acaricie el rostro. También con 120 años. Habría que revisar el tango y añadirle una centena.

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