Un golpe de Estado es algo muy serio que este país recuerda bien y cuyas consecuencias son de sobra conocidas. Lo que ocurrió ayer no es eso, sino una decisión de alcance trascendental, sin precedentes, que coloca al orden constitucional y al Estado de Derecho en una de sus crisis más profunda. Conviene hilar fino para no confundir el momento de máxima gravedad institucional que atraviesa España desde ayer, al objeto de encauzar la situación y lograr cuanto antes fórmulas inequívocamente democráticas de resolver diferencias de esta naturaleza.
Profundizar en querellas intestinas de índole partidista, esbozando una defectuosa democracia a ojos de Europa, no haría sino perjudicar al crédito y prestigio de este país y poner al descubierto las vergüenzas de un sistema que, peligrosamente, se autodestruye y entra en una fase progresiva de mediocridad.
En días como el de hoy, la responsabilidad ha de imponerse como divisa suprema frente a la algarabía y los excesos de los extremos. La decisión del Tribunal Constitucional, inédita en 44 años de democracia, frenando una reforma parlamentaria legislativa, constituye un precedente altamente sensible a la hora de garantizar la estabilidad de un Estado de Derecho. La situación, sin duda la más grave dada la actual crisis institucional, exige una imagen lejana a la que nos ofrecen unos políticos enfrentados en el punto más álgido de la crispación que absorbe fatalmente el debate político hoy en día.
Porque este no es un golpe de Estado, no, aunque se le pareciera. Es la decisión, sin duda equivocada, de unos magistrados de probado prestigio que adoptan decisiones a instancias de una fuerza política democrática, como el principal partido de la oposición, el PP, cuyo recurso de amparo contenía en esencia la invocación a interferir la vía parlamentaria por intereses partidistas. La actual mayoría conservadora del pleno del Constitucional agrada, obviamente, a los intereses del PP y Vox -ambos recurrentes- y la reforma del Gobierno de Pedro Sánchez (PSOE-Unidas Podemos) sobre el sistema de elección de los vocales de dicho órgano altera los equilibrios en favor de la corriente progresista. El PP reaccionó a través del Constitucional para frenar dicha reforma, sin medir las consecuencias.
El escenario es de tal gravedad que, como en situaciones excepcionales en que estuvo en riesgo el orden constitucional y democrático, algunas voces convocan al rey a intervenir, en virtud de las facultades que le otorga la Constitución como moderador del régimen regulador de relaciones entre las distintas instituciones. La separación de poderes quedó ayer herida, al interrumpir el Constitucional el normal procedimiento parlamentario de todo Estado de Derecho.
Lo que ocurrió ayer es una decisión de alto riesgo democrático. El principal partido de la oposición ha elegido un camino a sabiendas de que su dramático resultado es frenar una votación democrática en las Cortes, ni más ni menos.
Es cierto que el Gobierno ha utilizado bifurcaciones tendentes a cruzar determinadas líneas rojas, pero, con todo, sus reformas del actual Código Penal, así como sus enmiendas para agilizar la elección de los miembros del Tribunal Constitucional han sido llevadas a cabo con respeto a las reglas democráticas vigentes.
Lo que urge ahora es restablecer el interrumpido procedimiento propio de una democracia digna. Gobierno y oposición han de sentarse con absoluta prioridad a restablecer las condiciones para la renovación de los máximos órganos judiciales. Y que este sobresalto, por grave que resulte, se resuelva de una vez por toda con el único cordón umbilical que salva la vida de toda democracia: el diálogo.