por quÉ no me callo

El golpe de Estado

En el gran tobogán que hemos construido en la política española sé que da risa pedir equilibrio, mesura y hasta un bozal antes de que sea tarde y las palabras no se las lleve el viento.

En América, la del norte (porque también hablaré de la del sur) se dio poca relevancia a las primeras salidas de pata de banco de un tipo orondo y millonario, que imitaba el oro hasta en el mismísimo tupé. Y el tipo se hizo con la presidencia del país más poderoso del mundo dejando un reguero de insultos, aberraciones e infamias machistas que lo incapacitaban para un cargo público. “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”, sentenció en 2016, subido a la potra del consentimiento social de quienes se identificaban con sus groserías: un amplio sector del sustrato más carca del país. Trump es nuestra peor pesadilla, pero a la vez es también la mejor lección que tenemos a mano para no tomar a bromas a los dirigentes cuando adoptan el rol de matones.

Se baja la persiana del año en medio de una tentación de bronca que se extiende por Europa y América y vive horas de alta tensión en España (todavía no en Canarias, donde hay hasta pactos PSOE-PP en el Cabildo de Tenerife). Bastó que en Alemania, la semana pasada, hicieran una inusitada redada de nazis y ultras que planeaban un golpe de Estado a la antigua usanza, con una trama de alta gama que pone los pelos de punta… Y que en un país que repite continuamente su tentación involucionista como Perú se desatara un episodio fallido de autogolpe que sonrojaría al mismísimo Fujimori… Fueron suficientes ambos amagos para que en la caverna española se agitara la coctelera de los bajos instintos reprimidos y salieran a pasear los anatemas enterrados en el desván de los fantasmas que siempre están alerta en el inconsciente político colectivo. El golpe como trasunto. El latiguillo del dictador. El asalto a la Constitución. Y arreos por el estilo, pero esta vez en boca de la derecha como desquite frente a la izquierda.

Desde Abascal a Inés Arrimadas han acusado a Sánchez de violentar la democracia, insubordinarse contra la Carta Magna y fustigar a los españoles con métodos totalitarios. El PP ha accedido, en la rampa de salida de la rabiosa ofensiva conservadora, a señalar la “deriva autoritaria” del presidente del Gobierno. Ayuso sobreactúa sin dudarlo y afirmaba ayer con Carlos Herrera (COPE) que Sánchez es “un hombre sin escrúpulos” y “no hemos visto nada así desde la dictadura”. Ayuso se echa al monte, es la derecha arrecha devolviendo los estigmas a la izquierda y, en su caso, la amenaza más seria de Feijóo. Arrimadas, la dirigente sin partido, fue quien la espoleó acusando a Sánchez de “autogolpe de Estado” como “aprendiz de dictador”.

En la disputa política es de sobra conocido que las palabras pierden su significado. De tanto repetirlas se vuelven manidas y descafeinadas. Lo que empieza siendo un dicterio acaba convertido en un tópico. Pero lo peligroso de esta transliteración su generis del golpismo de moda (porque en una semana los ultras alemanes y la corruptela de Perú se aliaran para jugar a Tejero) es que en España le debemos un respetito a esa clase de bichas que procuramos no mentar, por aquello de mejor no meneallo. Cuando el demonio no tiene nada que hacer, mata moscas con el rabo. Esta propensión a rociar con petróleo la vida política a riesgo de que a alguien se le encienda un fósforo sin querer, cuando las encuestas no sonríen tanto como antes o el partido se descuajaringa, es una praxis temeraria.

Sánchez habrá bordeado ciertas líneas rojas al querer eliminar la sedición y revisar la llamada malversación sin ánimo de lucro, y es evidente que ha pisado algunos callos con el cambio de mayorías para nombrar magistrados del TC. Pero no ha dado un golpe de Estado. Y quienes lo dicen, acaso lo estén invocando traicionándoles el inconsciente.

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