No hace mucho tiempo Edgar Pisani, director que fue del Instituto del Mundo Árabe de París, escribía que “sabemos que la democracia, tal y como hoy la vivimos (…), llevará al poder a hombres y mujeres cuya principal calidad no será precisamente la excelencia, sino la mediocridad. (…). Estamos lejos de aquello que constituía la ambición de las democracias nacientes: que la elección de todos distinguiera al mejor de todos”.
En estos años, como consecuencia del ascenso de la mediocridad y de la banalización creciente de los asuntos públicos, se ha ido agostando una de las principales funciones de la democracia: dar sentido a las cosas haciendo a cada hombre responsable más allá de los estrechos límites de un horizonte cotidiano. Falta de sentido que es extrapolable al mundo de las normas, hoy al vaivén y al servicio del poder en su sentido más instrumental. Más recientemente, Alain Denault en su ensayo sobre el ascenso de la mediocridad a las élites de las principales actividades humanas, ponía de relieve la degradación que se está produciendo del sistema político, hoy dominado por la demagogía y el control de las tecnoestructuras, que colocan a su antojo a quienes pueden mover y dominar sin problemas.
En este contexto, la democracia moderna, como hija de la fe en la razón propia de la época de la Ilustración, exige que los poderes del Estado procuren que la racionalidad presida la discusión de los asuntos públicos. Discusión que, lógicamente, debería orientarse hacia los fundamentos más racionales independientemente de las posiciones partidistas. Por eso, convendría preguntarse hasta qué punto los diferentes poderes del Estado, sobre todo el ejecutivo, tienen presente las distintas opiniones de los distintos interlocutores para buscar soluciones razonables que posibiliten el consentimiento general de quienes participan en el proceso legislativo.
En 1992, hace ya bastantes años, la editorial Paidós tradujo al castellano el libro del profesor emérito de Ciencias Políticas en la Universidad de Yale Robert. A. Dahl, titulado La democracia y sus críticos. El libro está escrito en 1989 y, a pesar del tiempo transcurrido, no tiene desperdicio. Para lo que aquí interesa, conviene destacar que Dahl, como es lógico, piensa la democracia tiene que ser criticada para que mejore. En concreto, Dahl, como el filósofo Macintyre, piensa que en estos tiempos del llamado posmodernismo es necesario potenciar la civilidad, la vida intelectual y la honradez moral. Porque, sin valores, sin virtudes cívicas, sin cualidades democráticas, falla el fundamento de la democracia misma y, sin darnos cuenta, se rebaja el grado de la dignidad humana y, a la larga, se fomenta una cultura consumista que anima a los ciudadanos, más que a preocuparse a ser hombres solidariamente libres y responsables, a obsesionarse por poseer cada vez más bienes y más títulos. Hoy lo vemos a diario.