En los campeonatos de selecciones nacionales de fútbol, como el Mundial actual, todos los equipos llevan tres porteros. Se trata de un puesto especializado, que no es capaz de cubrir con garantías un jugador de campo, y no se puede correr el riesgo de llevar solo uno o dos, que pueden lesionarse o sufrir cualquier otra incidencia que les impida jugar en un momento dado. Por eso se cuenta con tres, número que disminuye drásticamente el citado riesgo. Pero los tres porteros seleccionados no son intercambiables: el número uno es el titular y el número dos su suplente, que, a lo mejor para él, puede jugar algunos minutos de algún partido fácil que permita darle descanso al titular o tiene oportunidad de sustituirlo si ese titular se lesiona.
Y luego está el portero número tres, el suplente del suplente; el jugador menos representativo y menos conocido de la selección, incluso por aficionados cualificados informativamente, y relegado a los comentarios, breves y ocasionales, de los periodistas deportivos. El jugador que asiste al campeonato sin asistir, que sabe que no va jugar ningún minuto, y cuya levedad es tal que está sin estar y que podría con todo fundamento sospechar que es invisible. El tercer portero, el héroe anónimo de la humildad deportiva, al que consuela y hace soportable su soledad el hecho de que el seleccionador nacional se ha fijado en él entre muchos candidatos. Porque el tercer portero no es nadie en la selección, pero es el titular reconocido e indiscutible de su equipo.
En la política española pululan muchos actores con vocación de tercer portero, por ejemplo Ciudadanos. Este partido es una muestra de la incompetencia y el aventurerismo de Albert Rivera, un líder que pudo ser vicepresidente del Gobierno y meter a Ciudadanos en el Ejecutivo pactando con Pedro Sánchez, pero eligió el camino de la autodestrucción, negándose, incluso, a dialogar con el presidente. Por eso es el responsable de la situación actual de nuestra política y de que Sánchez, ante la actitud de Rivera -y la ineptitud de Rajoy por añadidura-, se aliara con independentistas vascos y catalanes, comunistas ignorantes y sectarios, y comunistas feministas más ignorantes y sectarias todavía.
La herencia de Rivera -que fuese y no hubo nada- es Inés Arrimadas, que está presidiendo la liquidación del partido y que ha convertido a los pocos que quedan en un segundo tomo de los populares. Ha convocado para el próximo mes de enero un Congreso de refundación, que parece consistir en confirmarla como la liquidadora de lo que pudo ser una opción de centrismo pactista. Sin embargo, inesperadamente y con el apoyo del grupo parlamentario, el portavoz adjunto Edmundo Bal ha anunciado su intención de presentarse a las primarias de ese Congreso con lisia propia, para ocupar el espacio socialdemócrata que el comunismo maquiavélico de Sánchez ha dejado libre. El resultado de esa confrontación está por ver, porque todavía algunos ilusos no se han enterado de que van a desaparecer del Parlamento en las próximas elecciones generales. Y Edmundo Bal promete muchas cosas que no puede cumplir.
Mientras llega enero, los pocos que quedan de Ciudadanos se consuelan porque el tercer portero no es nadie en la selección, pero es el titular reconocido e indiscutible de su equipo.