Hay quienes dicen que no existen los viejos, que los viejos son aquellos que se mueren. Pero Umbral lo resume mejor que nadie en La noche que llegué al Café Gijón (yo tengo esas memorias en Austral): “…y paseaban los viejos jubilados, esos viejos de jubilación inquieta que no quieren dormir la siesta ni reposar un poco la comida, sino que salen enseguida a encontrarse con otros viejos, para hacer tiempo hasta la hora de la cena, que es su horizonte más inmediato”. Se refería a esos viejos que parecen que anidan en las plazas de Madrid, como la del Marqués de Salamanca, cuya estatua la han puesto más arriba para que la caguen más fácilmente las palomas y para que los madrileños no puedan interpelarle por haber ensanchado Madrid. Hay ciudades de estatuas que ignoramos o que fusilamos con la ley de Memoria Histórica en la mano, que es otra arma arrojadiza de la izquierda para que queden en silencio los crímenes de la propia izquierda (y de la derecha también). Pero las ciudades son de los jubiletas, que conforman en ellas un paisaje viviente de zapatillas de cuadritos y sandalias con calcetines; de gentes que portan unas extrañas bolsas de plástico llenas de cosas que nadie sabe lo que son, pero que entre ellas siempre va un pan, alargado y ya duro de lo tarde que llega el jubileta a su casa, una vez que su esposa le ha expulsado de ella por levantar la tapa de los calderos. A los viejos no se les respeta y siempre hay una fila de ellos en los pasillos de los hospitales, acostados en camillas incómodas, solos, ignorados por unos sanitarios agobiados por salvar las vidas de otros que dan gritos de dolor. Tenemos ante nuestros ojos una tragedia que no queremos ver.