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Paseando en Rolls Royce con mi padre

Vivía yo en La Laguna, en la casa de los Oramas, cuando me entró la neura y compré un Rolls Royce Silver Shadow que vendían barato en el sur. No me acuerdo cuánto pagué por él. Mi padre, que trataba fatal los coches, al contrario de lo que hago yo, que los compro y los vendo nuevos, se empeñó en que le diera una vuelta en el precioso automóvil, que acababa de salir de una revisión del taller de Hernández Hermanos. Trabajaba allí un mecánico llamado Gonzalo que había ido a Londres a hacer cursos sobre el coche y se las apañaba bastante bien. Pero algo falló, porque bajando la autopista, desde La Laguna a Santa Cruz, pisé el freno y el coche no se detenía. Si esto hubiera ocurrido hoy, con el tráfico de estos tiempos, habríamos provocado una catástrofe. Finalmente pude detenerlo, cerca de la piscina municipal, a fuerza de bombear con el pedal y conseguir que finalmente funcionara el sistema de frenado. No ocurrió nada, ni siquiera ningún conductor se dio cuenta de los apuros que había pasado, ni tampoco mi padre, porque no le dije nada mientras intentaba desesperadamente detener el coche. Cogí miedo, porque aunque los frenos volvieron a funcionar, yo no me fiaba del Rolls para trayectos en pendiente. Y lo vendí, tampoco me acuerdo por cuánto dinero. Todavía debe andar por ahí, o quizá esté guardado en algún garaje, porque un Rolls Royce no se abandona jamás, ni pasa nunca de moda sino que cada año de su vida se revaloriza, si se conserva en las debidas condiciones. No diré que lo añoro, porque aquel susto fue mayúsculo, pero añadan a mis recuerdos que fui propietario de un elegantísimo Rolls Royce. Ah, conservo las tazas de sus ruedas, nuevecitas, de la vetustez de las vías, su trazado infame y la proliferación de coches en las carreteras.

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