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Pavana para una Constitución difunta

España tiene remedio? ¿Las dos Españas serán alguna vez una sola? ¿Llegaremos a parecernos a las sociedades de nuestro entorno, vertebradas en torno a una tradición, una cultura y unos valores democráticos compartidos? La respuesta es que no. La política es un reflejo y una consecuencia de la sociedad, y la sociedad española es una sociedad invertebrada, picaresca y sin tradiciones ni referencias democráticas. Nuestra mitificada Transición alumbró una cierta esperanza de cambio de rumbo en nuestra triste historia fratricida, pero fue un pobre espejismo. La Transición está destruida, y volvemos a ser lo que siempre fuimos. Con el agravante de que nuestro auténtico pasado se ha borrado de la conciencia colectiva, y nuestra memoria histórica ha terminado por concluir en la última guerra civil: lo que ocurrió más atrás, incluyendo nuestras otras seis guerras civiles, es como si no hubiera existido nunca. La izquierda no democrática, cerril y revanchista, revive una y otra vez esa guerra, que también perdieron la izquierda y la derecha democráticas, y pretende ganarla después de ochenta años. Y no es casualidad que España sea uno de los pocos países en donde arraigó el anarquismo, antecedente del terrorismo.

La lamentable situación del Poder Judicial es una muestra de lo que decimos. Una justicia y unos jueces politizados e intervenidos por el poder. Unos fiscales que siguen dócilmente las órdenes del Gobierno. Y el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial convertidos en órganos políticos, cuyos miembros son designados no por su competencia jurídica, sino por sus fidelidades ideológicas y partidistas; y que después votan y se pronuncian según esas fidelidades. Una muestra lamentable son las numerosas asociaciones de jueces y fiscales -caso único en Europa-, creadas según fundamentos ideológicos y políticos. A pesar de ello, un motivo para la esperanza son los excelentes jueces, magistrados y fiscales que trabajan -bien- y se esfuerzan en el anonimato por toda España, al margen del aparato partidista y mediático social comunista que gobierna España, según una interpretación cerrada y una versión monolítica de un catecismo feminista, homosexualista, ecologista y animalista, cuya inquisición reprime y condena brutalmente el menor atisbo de crítica y cualquier alternativa de libertad de expresión.

Desde los primeros años ochenta, en su primer Gabinete, Felipe González -ahora denostado por el sanchismo- impuso en España una concepción totalizadora y excluyente del poder, que incluye la perversa idea de que ocupar el Gobierno significa apoderarse del Estado y de todas sus instituciones, junto a su resultado inmediato, el sistema de las “cuotas” partidistas en la provisión de las instituciones públicas. Y que también significa contar con la obediencia -o la complicidad- de un sector importante de los medios de comunicación, sin excluir sectores no menos importantes de la policía, la Guardia Civil y, por supuesto, la totalidad del Poder Judicial. ¿Y la Constitución?, se preguntará el atento lector, justificadamente alarmado. Pues mire, la Constitución ha fallecido hace tiempo. En Cataluña la han incinerado, y en el resto de España la han enterrado en su aniversario, a tiempo para poder ver el partido del Mundial.

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