Yo no sé si la religión católica, que se alimenta mayormente de pastorcillos visionarios, ha descubierto uno nuevo que le ha susurrado algo al oído al papa o a una monja. Como siempre, un susurro apocalíptico. Pero si sé que el papa se ha convertido en una persona adusta y malhumorada, enfurruñado siempre e incluso con algún mal modo hacia sus feligreses. El Vaticano no es lo que era; y quizá porque su influencia en el mundo tampoco es la que era, o por alguna que otra razón que ignoro, el pequeño Estado no se parece al de antañazo, pleno de alegría, de contrabandistas que mercadeaban con su inmenso economato libre de impuestos y de intermediarios que se hacen ricos vendiendo entradas a los museos para turistas, que luego nunca ven los museos porque limitan su recorrido a unos pasillos sin interés, llenos de estatuas, todas iguales. Después acaban en una Capilla Sixtina masificada en la que no te puedes ni revolver sino mirar al techo y salir pitando para que no te penetre la peste a sudor y a patas rancias de visitantes de todos los países, que no se han duchado ese día o quizá no se han aseado los sobacos con un buen desodorante. Pero voy a la cara de mal humor del pontífice argentino, tampoco sé si será porque le duele la cadera, porque la curia se le ha desmadrado o porque existe alguna otra razón de exterminio universal, como he dicho anteriormente, comunicado por la divinidad a algún pastor analfabeto, como siempre hace la divinidad. El papa Francisco, al menos para mí, ha sido una decepción; no parece un papa sino un obispo de provincias, gordo y con cara agria, que cumple, puede que con desagrado, el cometido para el que fue elegido por los purpurados del Colegio Cardenalicio habilitados al efecto.
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