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Aquel tren

Alguna vez les hablé de aquel tren correo, tren de putas y de soldados, en el que viajé desde Cádiz a Gijón, parando en todas las estaciones de la península. Era el año 63 o el 64. Fue mi primera vez, jamás había viajado en tren. Raúl del Pozo relata en su novela Noche de tahúres la llegada a Madrid de un provinciano, en ferrocarril: “Habíamos visto la luna roja del atardecer castellano y entre el traqueteo de aquellos trenes renqueantes que olían a chorizo y a queso, navegando lentamente sobre las olas de cardos y de trigos, salvando campanarios y viendo los postes correr hacia atrás, sentíamos el miedo del paleto que llega a Madrid”. Yo tuve la misma sensación desde que dejé el barco Ciudad de Sevilla en Cádiz y alcancé la estación ferroviaria con mi petate de la OJE para hacerme entrenador de baloncesto en la Universidad Laboral de Gijón, una maravilla arquitectónica cuya iglesia han convertido en salón de actos o en nada. Entre bloqueos tácticos y broncas me peleé con el instructor y no logré el título, me declaré en rebeldía, me confesé con un jesuita en aquella iglesia y me vine para mi casa, con una parada de varios días en Madrid. Ni siquiera recuerdo el hotel donde me alojé esa primera vez en la capital. Siempre he ido por libre, la verdad. Pero aquel tren, no sé por qué, me marcó para los restos. Y pude observar por la ventanilla con unos ojos enrojecidos por el humo del carbón la ancha Castilla, el secarral andaluz, el horizonte verde del norte hasta llegar a Asturias, patria querida de entonces. También mi tren olía a chorizo y queso, los bocadillos que consumían en cola los soldados.

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