La astucia que remedia al mundo no sale de lo que lo ha construido, sale de la tarea obligada del hombre nuevo que se ha de asentar sobre la tierra. Y nuevo significa que si por algo ha de reconocerse a ese ser supremo e intratable es por la anulación y por la diferencia. ¿Qué diferencia? Por partes inconmensurables. La primera y más portentosa es la muerte de Dios. ¿Por qué matar a Dios? Porque ese invento de los hombres consigna el revés de lo que somos: lo eterno, lo absoluto, lo acabado y lo perfecto. Y eso es lo que repara el hombre nuevo, eso han de aceptar las entidades que transitan el planeta: que somos tiempo, que somos suceso, que solo vivimos el presente; que nos condena lo no acabado y nos confunde lo absoluto; y que no somos perfectos, que asesinamos, torturamos, maldecimos, difamamos, traicionamos y somos héroes de la guerra.
Nuestra vida queda suspensa en la eventualidad. Tal idea por un lado; por otro el Dios preso en la religión. Hombre en dependencia de lo divino y hombre a expensas de la moral impuesta. Por lo último se sustancia la salvación, o electos del Paraíso o condenados. Dios ha de morir. Con esa muerte el ser expreso en el orbe ha de transmitir la resurrección de la especie. Desde la soledad, desde lo alto de la montaña en la que se asentó Zaratustra. ¿Y con qué consignas? Tres: La Voluntad de Poder, con lo cual todo lo resolutivo hasta la fecha se devasta, desde la condición de Estado, el sabio, el profeta a la metafísica. Semejante juicio asienta el modo de decidir en pertenencia. En segundo lugar el Eterno Retorno, ese por lo cual todo ha de llevarse al cero, al estado en el que el hombre caminaba de cuatro patas, al momento en el que oyó la primera palabra, vio a la gacela caminar por primera vez; el cero que proclama suspender todos los complementos infundados, la cultura, la religión, las costumbres, el pensamiento programado. Empezar. Y en tercer lugar el Super Hombre, que es el que cuenta, el que nace de la sublime conmoción del tiempo, el que nos define; hombre por sí solo, en su rigurosa conmoción. Tales principios los pensó el sabio más alucinante de Occidente, principios que lo mataron en su más rigurosa y sentenciosa soledad; el pensador que adujo para sí y el mundo la más rigurosa, sentenciosa y radical sustancia de los nacidos: Friedrich Nietzsche.