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Charcos

Los charcos de San Telmo parecían ayer piscinas. El de Los Espadartes, que puede alcanzar, en marea alta, los tres metros de profundidad en su centro, era como un lago. Yo almorzaba con unos amigos en el paseo de San Telmo y sentía envidia hacia quienes se estaban bañando en el puto charco. Había gente haciendo submarinismo a pulmón en El Penitente, con sus boyas coloradas señalando la posición. Era una Babel el paseo, con gente de toda condición transitando por el lugar; y con ello quiero decir que la gente no era como la que acude en tropel a algunas manifestaciones, gente fea, sino gente guapa, alegre, sin los ceños fruncidos, paseando el palmito o el cochecito del niño o las dos cosas o ninguna. Yo estaba encantado, hasta la hora de los postres en que creí ver un lapo, o quizá una cagada de palomo, en la copa de orujo que pedí, que no era orujo sino aguardiente. O a lo mejor son imaginaciones mías, que con la senectud uno está siempre viendo visiones y sospechando de todo el mundo. Lo bueno de todo esto es que te da para escribir, porque si me quedo en casa, como acostumbro, me encuentro seco como una mojama. Y si salgo me ocurren cosas; y si no me las invento, que es lo mío. En San Telmo, en verano, las ratas de la Punta del Viento se comen a los cangrejos a la orilla del mar. Puedes verlo desde la atalaya donde se asoman los guiris a ver romper la ola. El Puerto, y es lo suyo, está lleno de turistas. No hay duda de que el pueblo ha vuelto a recuperar glorias de antañazo. Lo malo es que ahora llega el carnaval. Por mí lo suspendería a perpetuidad, por ruidoso y maloliente.

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