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El amañado

Todo mago que se precie tiene un cuñado amañado. El amañado es un espécimen muy reconocido en ese mundo rural. Cuando los servicios técnicos de las empresas están por las nubes, emerge entonces la figura del amañado, que es un especialista en destrozos que posteriormente salen terriblemente onerosos. Usted instala un termo eléctrico, llega el amañado, conecta mal la electricidad y usted se electrocuta. Una vez encargué a un amañado, Rubén de nombre, que me instalara la lavadora, cuando me trasladé a vivir a un ático precioso en el Puerto de la Cruz, en la noche de los tiempos. Pues el tío conectó mal la manguera del desagüe y se le mojaba el techo a un señor del primer piso, que estaba a centenares de metros del mío. Pasaron meses hasta que el paciente hombre del techo enjabonado descubrió que el causante de su desgracia había sido el amañado, que enchufó la manguera a vaya usted a saber qué agujero. El amañado siempre mide mal y cuando quiere instalar cualquier cosa “a faz” -que es una expresión genuina del beduino de las medianías- o le sobra centímetro y medio o le faltan tres. No sé cómo es más peligroso el amañado si con una radial o con un metro en la mano. Con ambos instrumentos compone en dos minutos la sinfonía de la destrucción total. El otro día, sentado en un bar, vi a un amañado midiendo la base de una puerta y estuvo más de una hora en la faena, metro para allá, metro para acá. Tuve la santa paciencia, como no tenía prisa, de cronometrar: Una hora y cinco minutos. Nada digo cuando el amañado se empeña en medir las cosas con la palma de la mano, a falta de un metro; más que mano, manilla de plátanos. El acabose.

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