superconfidencial

En pijama

Dicen que está ahora de moda echarse a la calle en pijama. Yo he salido en pijama desde hace muchos años; voy al cajero en pijama, a la ferretería en pijama y a la farmacia en pijama. Ya a desayunar al Rancho Grande no, porque me parecería un esnobismo excesivo. Tengo una vecina que siempre anda al loro y aporta al coro de sus amigas la noticia de mis incursiones por el pueblo en pijama, lo que ocurre todos los días. ¿Que si me da vergüenza? No, ¿por qué? Un pijama es una prenda decente, debajo llevo gayumbos Hugo Boss, casi siempre negros, para fijar. Es decir, no tengo nada de qué avergonzarme, ni siquiera por haber sido un pionero, en estos tiempos modernos, en eso de salir a cumplir mis diligencias en pijama. Además, no existe, que yo sepa, una ley -en este tiempo de normas disparatadas- capaz de prohibirme que yo me dé mis paseos con esa prenda, generalmente listada, encima. Como si fuera un preso que se ha escapado de Alcatraz y haya dado con sus huesos en el Paseo de San Telmo portuense. Mis pijamas son normales, de tela suave y no como los calzoncillos de las películas del Oeste, que tienen más mierda encima que el palo de un gallinero. Yo amo los pijamas, me siento a gusto dentro de ellos y quizá por eso mis hijas me regalaron por Reyes un pijama de Snoopy, en homenaje a aquella chola, también de Snoopy, que mi hija Eugenia perdió en el Atlántico cuando viajábamos en un yate, rumbo a La Gomera. Lloró a Snoopy mucho tiempo la niña, preguntándose dónde estaría la chola, si en el Atlántico, si en el Pacífico, si en el Mar de la China. Y preocupada por su soledad. Menos mal que le quedó la otra.

TE PUEDE INTERESAR