Algún representante policial ha dicho públicamente que no cabe duda de que la gente se droga en carnavales. Verdad de Perogrullo, coño. Es como el prefecto francés de la película Casablanca, cuando descubre que en el local de Rick se juega a la ruleta y exclama: “¡Qué escándalo!”, y cierra el bar. El prefecto pasaba por allí todas las noches y cobraba parte de los beneficios. Pero lo que más llama la atención -y me lo ha comunicado, asombrado, un señor de la Península- es la peste a meado que desprende Santa Cruz, a pesar de que a quienes cojan haciendo pis les cuesta una multa de 600 ó 700 euros y de que patrullan municipales anti-meadas camuflados entre faralaes, con la placa bajo el sobaco peludo. No hay forma. Las micciones en los jardines, en las puertas de los garajes y en los rincones oscuros no cesan y el río amarillo baja desde las ramblas al puerto. No existe normativa que impida echar impunemente las seis o siete cervezas de una noche de carnaval por el caño del orín o por lo otro. Ellos disimulan y ellas se escarranchan y agua va, como en la Edad Media, entre otras cosas porque es más cómodo hacerlo en la calle y porque no siempre se tiene un wáter a mano. La mezcla con lejía es aún peor, porque si no echan agua primero la lejía posee un efecto multiplicador de la peste a meado; así que doy un consejo: primero, baldeo; luego, desinfectante y más agua. Uno lleva muchos años de carnaval encima y ha pasado también mucha necesidad de evacuación, en un agónico peregrinar para encontrar un agujero donde aliviarse. No digo nada si sobrevienen aguas mayores en el callejón del Corinto. Entonces hay que huir con las patas en el culo –y la mano apretándolo–.
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