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Otro mundo

Vivimos en otro mundo. La pandemia, impropia de un siglo con más luces y adelantos que cualquier otro, nos ha llevado a una situación nueva y desconocida. Cuando no ha atacado directamente, o sea matando, el coronavirus cambió hábitos y afectó a las personas de forma indirecta. Yo, por ejemplo, que cogí miedo, me pasé dos años sin apenas salir de mi casa. Y ahora me cuesta mucho más caminar, perdí agilidad, por la ausencia de ejercicio. Lo estoy pagando todavía y sólo los inflamatorios me liberan del dolor, aunque supongo que me perjudicarán por otro lado. Nunca se sabe. Es como el colesterol: los científicos no se han puesto nunca de acuerdo sobre si es bueno, sobre si es malo o sobre si es indiferente. Con el consiguiente lío mental de los pacientes, que no saben si darle a la mantequilla o al jamón serrano para seguir viviendo. Hay snobs que ahora atribuyen todos los males a la guerra de Ucrania. Que sube el precio del agua Evian, que es la que yo bebo: por la guerra de Ucrania. Que sube el del jamón serrano: la guerra de Ucrania, aunque en Ucrania no sepan lo que es el jamón serrano. Que suben los taxis: la guerra de Ucrania, aunque el taxista tampoco se entere bien de qué va la cosa. Me cansan las muletillas de los medios y los titulares que no tienen nada que ver con el contenido. Me cansa el tráfico; y la tía de mi kiosco de la Primitiva, cuando te pasa el número por la máquina y ya está haciendo el ademán de quitarlo como diciendo que es imposible que te haya tocado. Coño, un poco de caridad con el público expectante, que tiene su corazoncito. Vivimos en otro mundo, más cerca de casa, pero la calle también está llena de gente.

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