tribuna

Un año en el tren de Vorace

“Hoy, día de la carne abierta,/con tu olor a subterráneo/ y tu pálida huella en las cosas,/ amigo, urge saltar del tren/ y dejar un disfraz vacío/ velando el asiento:/ así verás que tú eres el túnel/ por donde los demás corremos.” En este poema de Una maleta llena de hojas, Félix Francisco Casanova parece estar aquí, con 66 años, contándonos su sueño de Carnaval en un tren del que quiere apearse y vivir otro sueño sin márgenes tan estrechos.

Existe ese tren, que va como un caballo desbocado a riesgo de descarrilarse con todos nosotros dentro. Y no nos gusta ir a bordo de este convoy del fin del mundo aunque ahora salga gratis viajar en el tranvía de Santa Cruz una noche disfrazado de Putin, por ejemplo, aquel que el 15 de noviembre de 2019, cuando el mundo estaba a punto de irse al carajo (y no lo sabíamos) hizo escala en Tenerife y dicen que no bajó del avión. Nos miraba por la ventanilla como hace la máscara que lo imita desde el vagón de Metrotenerife en los estertores del Carnaval.

Ese día en que Putin pisó la isla a bordo de su Ilyushin particular, su Air Force One ruso, era viernes, como antes de ayer, en que se cumplió el primer aniversario de la invasión frustrada de Ucrania por un ejército defectuoso de presidiarios y mercenarios, residuos de la antigua potencia soviética, que pensaban tardar apenas horas en adueñarse de Kiev sumida en la indefensión.

Aquel poeta con melena de Sansón que ha sido el héroe de nuestras letras en casi medio siglo desde su temprana muerte habría hurgado en su don de Vorace y sacado a relucir los demonios del Kremlin para hacer la cabalgata, el coso y finalmente el entierro de la Sardina.
Un año después de iniciarse el horror de Ucrania, los muertos tirados en la carretera, las víctimas de Mariúpol y todos los cadáveres de las colas del pan de los bombardeos atroces del ruso nos recuerdan que esta guerra es contra los inocentes de Europa de un siglo sin norte. Una guerra contra gente que va a trabajar, huye o compra comida. Las cosas más simples y mortales a veces devienen en genocidio.

Se han pasado volando 365 días grabados a fuego lento con Putin con tridente y cuernos mientras salíamos corriendo del túnel de la pandemia, como diría el poeta palmero. La palabra túnel nos asedia desde poco después de que nos visitaran dos mandamases que, tras lo ocurrido, eran turistas que venían del infierno. Túnel, dice Casanova en sus versos de Carnaval y éxodo. También llegó a decir que El don de Vorace era una parodia de El túnel, de Ernesto Sábato. El relato de Bernardo Vorace, que se creía inmortal privado de valores morales, se nos antoja, por tanto, providencial para hacer una lectura de estos momentos que vivimos sin rasero con que medir los graves acontecimientos actuales.

Ahora que es historia aquella visita a Tenerife del zar de la guerra, cuando regresaba como Xi Jinping de una cumbre de países BRICS de Brasil, nos damos cuenta de que este periodo (entre la escala de Putin en el Reina Sofía y el aniversario de su ataque a Ucrania) ha sido un descenso a los infiernos, una cascada de tragedias, una tras otra, cortadas por la misma tijera. La clase de mundo que ansiaba el autócrata ruso, curtido en la KGB y en la represión chechena para ascender en el Kremlin. Tan alejada del diseño perestroiko de Gorbachov, que sembró las bases de una paz duradera, firmó acuerdos de desnuclearización con Estados Unidos y puso fin a la Guerra Fría. En contraste con aquel aterrizaje ingrato y agazapado de Putin en Tenerife, hoy recordado como un mal presagio, conviene siempre destacar la estancia afectuosa entre nosotros, en Lanzarote, de Mijaíl Gorbachov, en 1992, tras una vida jalonada de hazañas para la supervivencia de la humanidad. Le dieron el Nobel de la Paz, que es la que Putin aborrece. Hemos conocido de cerca las dos caras de Rusia, la segunda patria de nuestro paisano Agustín de Betancourt.

Ahora las piezas están en desorden, a falta de un nuevo orden que Moscú y Pekín invocan a coro frente a la hegemonía decadente de Estados Unidos. “No siempre juntos, pero nunca enfrentados”, es el leitmotiv de la oscura alianza de China y Rusia (en los Juegos Olímpicos de invierno de Pekín) que se dio a conocer el 4 de febrero de 2022, en vísperas del asalto de Putin al capitolio ucraniano. Esta es la escenografía que conviene a las dos potencias (y rivales asiáticas, no lo olvidemos) que desafían el liderazgo de la Nueva Era a su enemigo común, con despacho en la Casa Blanca.

Aquel viernes de noviembre de 2019, cuando todavía no había empezado la fiesta del chivo, del virus chino y la consiguiente pandemia, y del virus ruso y la correspondiente peste prenuclear, cuando en apariencia vivíamos en un mundo hóspito y perdurable, y no en la boca del lobo, a punto de entrar en una crisis catatónica, los dos dirigentes que albergaban los dramas venideros y guardaban los secretos más sórdidos de este ciclo nefasto estaban en Tenerife. Uno no se bajó del avión (el más temeroso y desconfiado, el ruso) y el otro (de media sonrisa postiza, el chino) no hizo ascos a la oportunidad de recorrer el paraíso hasta las faldas del Teide. Cada uno manejaba sus claves. Los días que estaban por llegar iban a ser tormentosos, estuvieran o no al corriente del virus devastador, la guerra sí estaba ya concebida y, por primera vez, no sería una guerra más en el mapa de los conflictos pasajeros, sino la que pudiera abrir una puerta. La del infierno nuclear. Putin sí sabía su fragmento de futuro y no tenía ganas de pasear entre volcanes en la isla. Tenía bastante con su propio volcán interior.

Han pasado más de tres años de aquella insólita escena en Tenerife de Xi Jinping y Putin, que ahora vuelven a citarse en Moscú, tras un año de guerra. Ahora están todas las cartas boca arriba, incluido el plan de paz chino. Estamos al albur de una chispa, de un error, de una negligencia del destino o una serendipia milagrosa. Son, como decía Félix Francisco Casanova, resucitado en la fiesta de las Letras Canarias bajo este aniversario negro de cuervos y señales arcanas, días de la carne abierta, con olor a subterráneo y una pálida huella en las cosas. En el tren de Vorace.

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