Anoche me fui a Canal Sur a ver procesiones. Pusieron una selección de levantadas en distintos pueblos y a distintas vírgenes, y pude escuchar esa retahíla que el hermano mayor dirige a los costaleros, como si fuera la presentación interminable de un cantautor argentino. Es la tradición de dedicar cualquier esfuerzo a alguien, para que no quede baldío como la semilla que cae en pedregal en la parábola del sembrador. Todo tiene su dedicatoria y su intención para convertir en útil lo que se hace con desgana, igual que las cucharaditas de puré en la boca del niño que no quiere comer: “Esta por mamá, esta por papá, esta por la abuelita…” Los costaleros están de rodillas debajo de los tronos y se yerguen al estallido del metal. Parece un milagro, pero es el ejemplo del valor del esfuerzo colectivo dirigido hacia la misma intención, eso que hace que los pueblos marchen unidos hacia el progreso. Todos y cada uno empujando en la misma dirección, dominando la técnica de lo imposible. Luego las varas de plata que sostienen el dosel de la Dolorosa se cimbrean al compas de la música, y las cenefas de damasco parecen bailar al ritmo de los tambores. Esto no lo consiguen ni en el circo del Sol. Vi salir a un paso por la puerta de una iglesia que era más pequeña que él. Parecía encogerse hasta lo inverosímil y la gente aplaudía la gesta como si la imagen fuera la autora del milagro. Debajo se veía un conglomerado de zapatillas deportivas moviéndose de forma sincronizada, como un gran automatismo formado por voluntades jóvenes dirigidas al mismo objetivo. Mientras esto siga siendo así este país no va a perecer, por mucho que la desesperanza tiña todas las mañanas los titulares de los periódicos. Luego cambié de cadena y llegué hasta Cartagena para disfrutar con Salzillo en la calle, y los Marrajos y los Californios desfilando con ese aire militar tan propio de la base naval. Tiene una intención de rivalidad asociativa esta semana santa que imita un encuentro de moros y cristianos. Esa severidad señorial de las cofradías me recuerdan que esta ciudad existe desde los cartagineses, que son siglos de generaciones los que han servido para construir esa forma de ser, viva a pesar de tantos intentos de cambio. En 1886 mataron allí a mi bisabuelo en un fallido golpe revolucionario. Desde hacía mucho más tiempo el grito de “Viva Cartagena” servía para consagrar la estupidez de la inutilidad. Después de tantos años, la gente se arremolina en las calles para ver pasar las procesiones. En esto creen porque en esto encuentran algo que no cambia, y el pueblo tiene una gran confianza en lo imperecedero, en lo que se resiste a ser modificado, en lo que lo va a identificar toda la vida con lo inamovible, por muy carca y estúpido que nos parezca. Málaga también fue fundada por los fenicios y ahí sigue impertérrita, sacando todos los años a la Zamarrilla o al Cristo de Mena. Hubo revueltas en el 36, y allí murió mi tío con veintipocos años, pero esto está olvidado y los tronos lo invaden todo, desde la calle Larios hasta el barrio del Perchel, aquel donde Lola cantaba lo de échale guindas al pavo. Cuando llegaron los civiles ya no quedaba nada que comer de aquel aderezo con azuquita, canela y clavo. La Guardia Civil siempre llevándose la peor parte en el cante y el verso de esta guasa andaluza. Carmen canta una saeta desde un balcón de la calle Sierpes, de Sevilla, y luego se va de cigarrera a la Real Fábrica de Tabacos para coquetear con los franceses, todo ello en una ópera de Bizet donde baila las seguidillas en casa de Lilas Pastias. Esta España me enloquece. Hace poco estuvimos en el Prado llorando con Velázquez. Todo estaba allí como la gloria viva de lo que somos. Hasta el pecho difuminado de la maja de Goya me pareció una imagen de lo intocable que, sin embargo, está al alcance de todos. Ahora se canta la saeta de Serrat, pero la auténtica y profunda es la que sale de la garganta de los gitanos. Andalucía también es Cataluña y Euskadi, unida por los cristos clavados. Estas cosas no las puede cambiar una gallega.