por qué no me callo

Pues habrá que negociar con los robots

Un día un ordenador le ganó al campeón mundial de ajedrez Gari Kaspárov, en 1996, y la hazaña de Deep Blue trasladó la inteligencia artificial -que lleva cocinándose por lo menos cien años- a la cultura popular. Más recientemente, nos aficionamos a hacerle preguntas en el móvil a Siri, la asistente virtual de Apple. Ahora la cosa se ha desmadrado con el ChatGPT, que imita a periodistas y escritores, facilita el trampeo escolar en tareas y exámenes, y parece haber elevado la cuestión a la categoría de peligro público número 1. Se han encendido las alarmas.

“Apagad la IA o moriremos todos”. La vuelta de tuerca de la espiral de turno que arrancó con esta década endiablada la acaba de dar un tal Eliezer Yudkowsky, que no es H. G. Wells (del que hablaremos luego), ni Philip K. Dick, sino un investigador con un toque de Asimov que lleva 20 años en su cruzada por una inteligencia artificial “amigable”, y cuya hipótesis actual es la de una rebelión de los robots del futuro que no dejaría títere con cabeza. En un articulo en la revista Time ha lanzado un SOS para que detengan el chat y cierren los laboratorios donde la empresa matriz, OpenAI, está entrenando a sus cocos más avezados prestos para salir al mercado, como si fuera peor que el riesgo nuclear.

Al parecer, hay tres clases de inteligencia artificial: una “estrecha” o básica e inofensiva; otra “general”, que imita a los humanos (la del ChatGPT), y, por último, una “superinteligencia artificial”, autoconsciente, con rasgos humanoides y que piensa mejor y más rápido que nosotros (esta aún no ha entrado en acción).

Su llamamiento a la moratoria es, sin duda, apocalíptico y no tengo criterio formado al respecto. En medio del rebotallo está como el jueves el infalible Elon Musk, que se apeó de este negocio y también pide una pausa de seis meses junto a Steve Wozniak y una legión de académicos y gurús de las nuevas tecnologías.

Así discurren estos días de crucifixión de Semana Santa, como si hubiera estallado un misil prohibido que se escapó de un silo nuclear, como si otro virus se fugó de su madriguera y amenaza con una pandemia de inteligencia artificial.

Estamos asistiendo a acontecimientos quizá históricos. Es un cambio disruptivo en las tripas de internet. Es como estar en el cine y no saber por primera vez si la película es real. A Stanley Kubrick le habría entusiasmado presenciar este momento. El tris que vivimos resulta fáustico y emocionante. Es lo real maravilloso (o no tan maravilloso) de Alejo Carpentier, la abolición de la ciencia ficción, pues la fantasía se ha hecho realidad y, al parecer, tendrá consecuencias.

Yudkowsky, el profeta que avisa de que este chateo debe pararse ipso facto o no lo contaremos, teme que la inteligencia artificial, con el andar de la perrita, supere a la mente humana y nos destruya. Quizá se trate de un sabio algo desquiciado, que afirma: “Imagina toda una civilización alienígena, que piensa a una velocidad millones de veces superior a la humana, confinada inicialmente en los ordenadores […] en un mundo de criaturas que, desde su perspectiva, son muy estúpidas y muy lentas”.

Este sería otro rinoceronte gris (una amenaza previsible). Cuando estalló la pandemia y la ciencia dio con las primeras vacunas ya surgió aquella teoría irrisoria de que Bill Gates quería implantarnos un microchip para controlar nuestra voluntad.

Hace tiempo que las historias que nos suceden han dejado de ser terrenales. Ahora todo aspira a desmadrarse y a competir con lo sobrenatural. Todos se han vuelto dioses de la noche a la mañana. Sam Altman, el CEO enfant terrible de OpenAI, admite los riesgos de haber creado un mecanismo azaroso. La humanidad ha demostrado a lo largo de la historia ser capaz de adaptarse a los cambios tecnológicos, pero teme que esta vez todo vaya más deprisa, y “eso sí me preocuparía”, dice para nuestra intranquilidad.

Lo que está en juego, al parecer, es un daño autoinfligido. Llevamos décadas repitiéndonos el cuento de Pedro y el lobo desde que Orson Welles montó aquel cirio en Nueva York con la transmisión radiofónica de la Guerra de los Mundos (de H. G. Welles) sobre una supuesta invasión de extraterrestres, que ahora se nos antoja un sucedáneo de marcianitos enjaulados en los ordenadores, si bien se nos advierte que no tardarán en emerger.

Ya, por suerte, no nos asustamos tanto como antes. El miedo hace callos. Y toda la distopía orwelliana heredada, con su Gran Hermano y su telerrealidad podría quedar obsoleta. Esto es la Champions. La inteligencia artificial invocando a sus replicantes con un pie en Blade Runner. Sin fantasía, sin imaginación, superadas por este golpe de realidad, y hasta sin fabuladores, suplantados por el chat, adiós, literatura, adiós ficción, realmente, es tu final.

Supongamos, sin perder el sentido del humor, que un día de estos asomarán unos dedos bajo el teclado del ordenador y unos ojos incandescentes nos mirarán fijamente en la pantalla. Yudkowsky va un paso más allá: una IA demasiado poderosa atrapada en internet acabaría concibiendo “formas de vida artificial o pasar directamente a la fabricación molecular postbiológica”. ¿Es una broma de mal gusto? En la Casa Blanca por lo visto ya están al corriente y Biden reunía a sus expertos mientras Trump berreaba en Mar-a-Lago a la prensa tras su arresto por el soborno a la actriz porno.

En mi modesta opinión, esto ya no hay quien lo pare y me quedo con la mejor de las previsiones: si es tal el cerebrito de la criatura, pronto tendrán cura todas las enfermedades. A Putin se le bajarán los humos y firmará la paz. Y, si no queda otra, pues habrá que negociar con los robots.

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